Es fácil entender que las distancias aminoren los efectos dramáticos de cualquier noticia; pero a mí, después de la tan discutida intervención militar de occidente en aquel país, lo que está sucediendo en Afganistán me indigna. Las mujeres han vuelto a la irrelevancia, a la absoluta dependencia de los hombres, a continuar siendo ciudadanas de segunda categoría, sin derecho alguno a la educación universitaria. Han sido una vez más condenadas a la oscuridad, a no poder tener mayor aspiración en esta vida que la de ser esposas y madres sumisas. A la mitad de los seres humanos que habitan un país, que cuenta con aproximadamente cuarenta millones de habitantes, se le han cerrado por completo una vez más las puertas de los derechos humanos.
Pero a nuestro alrededor, quiero decir en occidente, no se oye ni una voz ni media de protesta, más allá de alguna condena de carácter oficial de esas que forman parte de la agenda de las organizaciones internacionales. Las sociedades occidentales, las opiniones públicas de los países del primer mundo guardan un absoluto silencio, como si aquel drama nada tuviera que ver con nosotros. Están muy lejos, pertenecen a una cultura que no entendemos y, como consecuencia, parece como si se tratara de un problema que no nos afecta.
Durante la ocupación de Afganistán hubo un cierto resurgir de los derechos de las mujeres afganas, que el optimismo de algunos hizo creer que había llegado para quedarse. Se pensaba entonces que, aunque los talibanes volvieran algún día al poder, no se atreverían a privar a la mitad de la población de lo que habían empezado a disfrutar. Incluso en los primeros meses, tras la retirada de las tropas occidentales, dio la sensación de que estaban respetando el statu quo. Pero lamentablemente aquello no fue más que un espejismo pasajero, porque el fanatismo religioso ha vuelto muy pronto a hacer de las suyas.
Lo peor de todo este asunto es que no tiene solución. Porque no creo que occidente vuelva a involucrase en una guerra impopular como fue aquella, una invasión que durante unos años se mantuvo en un equilibrio inestable, hasta que no hubo más remedio que ordenar la retirada. Los talibanes habían perdido algunas batallas, pero al final ganaron la guerra. Como consecuencia, las mujeres afganas volvieron al pozo oscuro al que la civilización en la que han nacido las ha condenado.
Insisto en que mí lo que me sorprende es el absoluto silencio de nuestras sociedades, que parecen ignorar la situación. No puedo entender cómo occidente se ha olvidado de las afganas, cuya condena a la insignificancia social no ocupa ni media página en los medios de comunicación ni media frase en los discursos de los dirigentes, incluyendo en ellos al papa de Roma. Se ignora por completo que se trata de un auténtico genocidio intelectual.
Como me ocurre
tantas veces en este blog, la indignación me lleva en ocasiones a escribir reflexiones para desahogarme. Pero lo malo es que en este caso ni siquiera lo consigo, porque sé que en el mundo existen demasiadas afganas y demasiados talibanes.