Un día, por no sé qué razones, a la hora de salir me quedé
rezagado en el aula. Sobre el tablero de la mesa corrida y alargada
que constituía mi pupitre compartido, vi una
estilográfica abandonada por alguno de mis compañeros, que con las prisas de última
hora debía de haberse olvidado de guardar.
La cogí y la metí en un bolsillo, o quizá en la cartera
junto a mis libros, con la intención de localizar al día siguiente a su propietario y devolvérsela. Pero cuando llegó el momento se me olvidó. Al cabo de un par de días, al sacar mis cosas cuando empezaba la primera clase, la vi y la coloqué sobre el pupitre.
Una voz aguda y amenazadora, la de uno de mis
compañeros de clase, que se llamaba Requena, sonó de repente detrás de mí: "esa
pluma es mía, me la has robado, devuélvemela inmediatamente". La acusación me
sonó tan dura, tan alejada de la realidad de mis intenciones, que mi sistema
defensivo reaccionó improvisando un embuste: "no es cierto, me la encontré el
otro día en la calle, tirada en el suelo, al salir del colegio". No sé por qué
lo hice, ignoro qué resortes de mi mente infantil me llevaron a construir aquel relato falso. Pero una vez dicho lo que dije, me
propuse defender mi versión contra viento y marea.
La reacción no se hizo esperar por parte del profesor de
turno –el señor Sánchez- que nos ordenó a los dos que, cuando acabara la clase, nos quedáramos con él un momento
para aclarar lo sucedido.
Cuando ya estábamos solos nos sometió a un auténtico interrogatorio, como lo haría cualquiera de los
detectives que yo veía en las películas de Humphry Bogart. Preguntó primero a mi
compañero cuándo había echado de menos su estilográfica, y después a mí cuándo y
dónde me la había encontrado. Requena dijo que hacía un par de días, y yo que
en la misma fecha, al salir del colegio. El señor Sánchez, a pesar de sus dudas, me dijo que la
situación debía ponerse en conocimiento del director del colegio.
-Esté aquí mañana un cuarto de hora antes de empezar las clases -me dijo con autoridad-. El señor Cocuard lo estará esperando en su despacho.
Esa noche transcurrió entre insomnios y pesadillas, en los que no faltaron ni cárceles ni correccionales ni trabajos forzosos ni salas de interrogatorios con luces de flexos dirigidas a los ojos. Hasta que al día siguiente el director del colegio me recibió en su despacho con cara de circunstancias.
-Siéntese y cuénteme. Si hacía un par de días que la encontró, ¿por
qué no se la había entregado a su dueño?
-Porque se me olvidó que la tenía en la cartera –contesté sin la menor vacilación-. De repente la vi, la saqué y la puse sobre la mesa. Entonces Requena me acusó de habérsela robado.
-¿Les ha contado usted algo a sus padres sobre este asunto?
-No. Para qué iba a hacerlo. ¿Para preocuparles? Tenía que
hablar primero con usted.
El señor Cocuard suavizó el semblante, esbozó una sonrisa y me dio la mano.
-Vuelva a clase. Si de verdad hubiera usted querido quedarse
con esa pluma, no la habría sacado delante de su propietario. Creo en su
versión. Aquí no ha pasado nada. Y sea cuidadoso con estas cosas. A veces los
olvidos se vuelven contra nosotros. Espero, porque todo ayuda a aprender en la
vida, que no se olvide nunca de esta experiencia.
Entré en clase justo un minuto antes de que la señorita Adell
empezara la primera clase del día. Me miró con expresión neutra y me señaló mi
silla para que tomara asiento. Desde su mesa, Requena
escrutaba mi rostro, quizá tratando de encontrar en mí las consecuencias de una
bronca. Yo le devolví la mirada con seriedad, abrí el libro, saqué mi
estilográfica –una Parker azul marino con el capuchón plateado que me habían
regalado mis padres cuando aprobé el curso anterior- y me puse a atender las
explicaciones.
Ni el señor Sánchez ni Requena volvieron a mencionarme nunca
aquel extraño y desagradable incidente. Incluso recuerdo que éste y yo llegamos
a ser buenos amigos, porque a veces la amistad se abre camino a través de
extrañas circunstancias. Pero no me acuerdo ni de su cara ni de su aspecto, sólo de
un llamativo jersey de lana con dibujos de rombos que vestía
con bastante frecuencia.
Desde entonces me he mantenido muy alerta en mis contactos
con las propiedades ajenas para evitar equívocos, porque no creo que
pudiera volver a soportar una afrenta tan injusta como la que recibí aquel día
de hace setenta años. Las cosas no siempre son lo que parecen. Por eso dice el
proverbio que la esposa del césar no sólo debe ser honesta, sino que además tiene que
parecerlo.