Ya que he empezado a hablar de cine, voy a contar una
anécdota escolar que recuerdo como si hubiera sucedido ayer. En 1956 o 1957
se estrenó en España una película que se titulaba Es grande ser joven, con
una banda musical muy pegadiza. El argumento giraba alrededor de un profesor de
música (John Mills) en un colegio británico, que en sus clases utilizaba métodos muy
peculiares, un sistema participativo que contrastaban con la rigurosa
disciplina que se observaba en el centro educativo, lo que le causaba enfrentamientos con la dirección, al mismo tiempo que la incondicional adhesión de sus alumnos.
Un día, cuando me dirigía por la tarde al colegio Calasancio
de Madrid, me encontré en la esquina de Conde de Peñalver con Ortega y Gasset -entonces Lista- con un grupo de compañeros que, como yo, se dirigían a reemprender las clases
interrumpidas a la hora de comer. En aquellos tiempos no se había implantado
todavía la jornada continuada y por consiguiente no funcionaban los comedores
escolares. Salvo los internos y los mediopensionistas, los demás comíamos cada
uno en su casa.
El contagio de la banda musical de Es grande ser joven se
había extendido de tal manera, que casi sin darme cuenta, de repente me vi participando
en una coral callejera, formada por mis compañeros de clase. No cantábamos, porque aquella música no tenía letra, sólo tarareábamos aporreando nuestras carteras a modo de baterías musicales improvisadas. La
gente nos miraba y sonreía al pasar a nuestro lado, lo que posiblemente nos
animara a continuar con el improvisado espectáculo.
Cuando llegó la hora, todos juntos sin disimulos nos
dirigimos hacia la puerta del colegio, a unos cien metros de nuestro
improvisado escenario. Pero a medida que íbamos entrando, el padre prefecto, el David,, acompañado de algún que otro cazador de alumnos rebeldes nos iba apartando de los
demás, obligándonos a todos a formar una fila, la de los castigados por “sedición”.
Es muy posible que si hubiéramos entrado por separado, si nuestra ingenuidad
no hubiera sido tanta, los laceros con sotana no hubieran sido capaces de
distinguir a unos de otros y nos hubiéramos librado de los castigos que se sucedieron
a continuación durante varias semanas.
Algunos de los que participaron en aquella sonada entraron al colegio por otra puerta, como si todo aquello no fuera con ellos, y se libraron de las represalias. ¿Los más listos? Puede ser. Aunque a mí entonces me parecieran unos esquiroles insolidarios.
En aquella ocasión aprendí dos cosas que luego, a lo largo de la vida, me han sido muy útiles. La primera, que hay que huir de los tumultos gratuitos, de las manifestaciones que no tengan un propósito concreto; la segunda, que si por alguna razón te has visto envuelto en una de ellas sepárate del grupo en cuanto puedas y procura pasar desapercibido.