28 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 18. Es grande ser joven

 

La primera película que recuerdo haber visto en mi vida es la mítica El Mago de Oz. Debía de tener yo seis o a lo sumo siete años de edad, de manera que estamos hablando de 1948 o de 1949. Aquel cambio del negro al color que sucede cuando se inicia la fantasía musical, es decir cuando Doroty empieza a cantar sobre las baldosas amarillas y a soñar con el espantapájaros, el león y el hombre de lata, le causó tal efecto a mi mente infantil, que estuve durante mucho tiempo enamorado de la coloreada protagonista. Cuando rodó la película, en 1937, Judy Garland tenía diecisiete años, algo mayor para mí por aquel entonces, pero es que siempre he sido un poco precoz para estas cosas del corazón. Al cabo de muchos años he vuelto a ver el musical y, como suelo juzgar el cine vintage con cierta benevolencia, debo confesar que a pesar del tiempo transcurrido me gustó. Su protagonista, que murió en 1969, seguía viva en mis recuerdos.

Ya que he empezado a hablar de cine, voy a contar una anécdota escolar que recuerdo como si hubiera sucedido ayer. En 1956 o 1957 se estrenó en España una película que se titulaba Es grande ser joven, con una banda musical muy pegadiza. El argumento giraba alrededor de un profesor de música (John Mills) en un colegio británico, que en sus clases utilizaba métodos muy peculiares, un sistema participativo que contrastaban con la rigurosa disciplina que se observaba en el centro educativo, lo que le causaba enfrentamientos con la dirección, al mismo tiempo que la incondicional adhesión de sus alumnos.

Un día, cuando me dirigía por la tarde al colegio Calasancio de Madrid, me encontré en la esquina de Conde de Peñalver con Ortega y Gasset -entonces Lista- con un grupo de compañeros que, como yo, se dirigían a reemprender las clases interrumpidas a la hora de comer. En aquellos tiempos no se había implantado todavía la jornada continuada y por consiguiente no funcionaban los comedores escolares. Salvo los internos y los mediopensionistas, los demás comíamos cada uno en su casa.

El contagio de la banda musical de Es grande ser joven se había extendido de tal manera, que casi sin darme cuenta, de repente me vi participando en una coral callejera, formada por mis compañeros de clase. No cantábamos, porque aquella música no tenía letra, sólo tarareábamos aporreando nuestras carteras a modo de baterías musicales improvisadas. La gente nos miraba y sonreía al pasar a nuestro lado, lo que posiblemente nos animara a continuar con el improvisado espectáculo.

Cuando llegó la hora, todos juntos sin disimulos nos dirigimos hacia la puerta del colegio, a unos cien metros de nuestro improvisado escenario. Pero a medida que íbamos entrando, el padre prefecto, el David,, acompañado de algún que otro cazador de alumnos rebeldes nos iba apartando de los demás, obligándonos a todos a formar una fila, la de los castigados por “sedición”. Es muy posible que si hubiéramos entrado por separado, si nuestra ingenuidad no hubiera sido tanta, los laceros con sotana no hubieran sido capaces de distinguir a unos de otros y nos hubiéramos librado de los castigos que se sucedieron a continuación durante varias semanas.

Algunos de los que participaron en aquella sonada entraron al colegio por otra puerta, como si todo aquello no fuera con ellos, y se libraron de las represalias. ¿Los más listos? Puede ser. Aunque a mí entonces me parecieran unos esquiroles insolidarios.

En aquella ocasión aprendí dos cosas que luego, a lo largo de la vida, me han sido muy útiles. La primera, que hay que huir de los tumultos gratuitos, de las manifestaciones que no tengan un propósito concreto; la segunda, que si por alguna razón te has visto envuelto en una de ellas sepárate del grupo en cuanto puedas y procura pasar desapercibido. 


24 de junio de 2024

El difícil equilibrio de poderes


Leí el otro día una interesante anécdota. Parece ser que cuando Margaret Thatcher desempeñaba el cargo de primera ministra del Reino Unido, se produjeron grandes debates sobre la conveniencia o inconveniencia de enviar la flota a las Malvinas para recupera el territorio que había invadido Argentina. La mayoría de las objeciones eran de carácter técnico, porque algunos altos mandos de las fuerzas armadas consideraban un error intentarlo. Después, una vez decidida la intervención por parte del poder ejecutivo, uno de aquellos generales críticos se atrevió a decirle a la mandataria británica que no estaba de acuerdo con la decisión tomada. La respuesta inmediata de la Dama de Hierro fue: “¿y…?”.

La anécdota que acabo de mencionar viene a cuento del debate abierto ahora en España sobre la posición de algunos juristas en contra de la llamada ley de amnistía, propuesta por el poder ejecutivo y aprobada por el legislativo por mayoría absoluta. Si unos cuantos jueces y fiscales se manifiestan en contra de su articulado, habrá que contestarles como contestó la Thatcher a su general, porque el poder judicial no puede interferir las decisiones políticas, de la misma manera que los estados mayores están obligados a obedecer las órdenes que les dicte su gobierno.

Otra cosa será que intervenga el Tribunal Constitucional y considere que existe algún aspecto de la ley que vulnera los principios constitucionales y, como consecuencia, el gobierno se vea obligado a modificar la redacción actual. Pero si eso no sucede, las opiniones personales de los jueces no son más que eso, opiniones personales, por mucha que sea la honorabilidad que emane de sus figuras. Precisamente en eso consiste el tan renombrado principio de la separación de poderes.

Yo diría que, a pesar de las dificultades que en ocasiones surgen para mantener este principio en el que se basa el funcionamiento de la democracia, aquí, en España, funciona. Es cierto que en ocasiones se producen roces y fricciones, pero suelen ser a nivel personal, casi nunca nunca institucional. Es verdad también que algunos intentan desde la política manejar el poder judicial a su conveniencia, como por ejemplo el flagrante caso del bloqueo a la renovación del Consejo General del Poder Judicial, mezquina maniobra de la oposición a la que estamos asistiendo desde hace años. Pero, a pesar de estas disfunciones, insisto, el equilibrio se mantiene.

Nuestra democracia no sólo es joven, sino que además nació sin grandes rupturas a partir de una dictadura muy consolidada, circunstancia que tiene el valor de que entonces no se produjeran tensiones sociales, pero el inconveniente de que muchos vicios de la época anterior prevalecen. La judicatura, aunque ya no queden juristas procedentes del franquismo, mantiene en su seno cierta melancolía autoritaria, aunque no como institución sino a título personal. Pero en democracia la corriente arrastra a las partes, por mucha resistencia que se ponga a los avances. No olvidemos nunca que, además del sistema de recursos judiciales ante instancias superiores, está Europa, una garantía más de que no es posible sacar los pies del plato.

En cualquier caso, a esos jueces y fiscales que critican a título personal la aprobación de algunas leyes habrá que contestarles, cuando levanten la voz, lo que le dijo Margaret Thatcher al militar de alta graduación: ¿y…? Se quedarán sin respuesta a la pregunta.

19 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 17. El Semíramis. Prisioneros de guerra

 

El 2 de abril de 1954, cuando yo todavía no había cumplido los 12 años de edad, cursaba tercero de bachillerato del plan de entonces y vivía con mis padres y hermanos en el hospital militar de Barcelona, atracó en el puerto de la Ciudad Condal un buque de bandera liberiana, procedente de Odesa, el Semíramis, con cerca de trescientos repatriados españoles procedentes de la Unión Soviética, después de que hubieran permanecido prisioneros en los campos de concentración de aquel país desde que cayeron prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de ellos habían combatido como voluntarios, encuadrados en la llamada División Azul.

Como es de suponer, aquel hecho constituyó un gran acontecimiento. El régimen de Franco se encargó de rodear los actos del recibimiento de esplendor y de emoción, al mismo tiempo que todas las emisoras de radio del país acaparaban la audiencia transmitiendo a todas horas proclamas de fervor patriótico. Recuerdo que yo contemplaba todo aquello con la indiferencia propia de un niño que no acababa de entender del todo a cuento de qué tanto alboroto, a pesar de que las lágrimas que veía a mi alrededor llamaran mi atención. 

Muchos de aquellos repatriados fueron enviados directamente al hospital militar para ser sometidos a un reconocimiento médico, lo que me permitió vivir muy de cerca escenas que ni las cámaras del No-Do ni las plumas de los periodistas pudieron recoger, el deambular de aquellos cuerpos famélicos por los jardines que rodeaban mi casa, a la espera de que se les diera el alta y pudieran regresar de una vez por todas a sus hogares. 

Mi amigo Pepe, mayor que yo -por aquel entonces debía de tener 15 o 16 años-, me propuso que entrevistáramos a alguno de los que permanecían hospitalizados, con el propósito de que nuestro trabajo se publicara en la revista mensual del colegio donde estudiábamos, el de La Salle Josepets, uno de los muchos a los que asistí cuando cursaba las enseñanzas primaria y secundaria. Ser hijo de militar conlleva un cierto nomadismo, prefiero pensar que enriquecedor.

Recuerdo perfectamente el nombre y los apellidos del entrevistado, pero no los voy a citar por aquello del respeto a la intimidad. Digamos que se llamaba José. Era gallego y rondaría los cuarenta, aunque su extrema delgadez y la tristeza de sus ojos le hacían parecer mucho mayor. Estaba deseando volver a su casa, pero los médicos lo retenían mientras se recuperaba de algún achaque. Nos contó múltiples anécdotas, tanto de los combates durante la guerra contra los soviéticos a orillas del Volchof, como de la dura etapa de cautiverio en un gulag soviético. Aquellas entrevistas se prolongaron durante varios días, hasta el punto de que Pepe y yo llegamos a trabar una buena amistad con el hospitalizado. Llenamos hojas y hojas con preguntas y respuestas, muchas más de las que hubieran sido necesarias para nuestro propósito.

Una vez pulido el texto y pasado a limpio, decidimos entregárselo al hermano director del colegio, con el orgullo propio de dos buenos alumnos preocupados por algo más que aprender las lecciones de nuestros respetivos cursos. Pero, una vez leído, recibimos un categórico no por respuesta, sin más explicaciones que la de que todo aquello era absolutamente ajeno a las preocupaciones del colegio, que nos centráramos en nuestros estudios y que nos olvidáramos de veleidades periodística.

Con el tiempo llegué a entender perfectamente las razones de la rotunda negativa que recibimos. En una revista escolar, poco sentido tenía publicar las impresiones de un prisionero de guerra en la Unión Soviética. Pero creo que en aquel momento, cuando el director del colegio nos dio con la puerta en las narices, dicho sea en sentido figurado, sentí la frustración propia del escritor al que las editoriales le rechazan la publicación de su novela. Supongo que no tardaría mucho en superar el disgusto, porque a esa edad las contrariedades no hacen mella. Pero en aquel momento hubiera prendido fuego al colegio. 

Es posible, no lo sé, que de aquella rotunda negativa de hace tantos años proceda la innegable satisfacción que luego he sentido cada vez que alguno de mis escritos ha visto la luz. Haber trabajado en un proyecto literario durante tanto tiempo, convencido de que nuestras preguntas y las respuestas del entrevistado se publicarían en una revista, había creado en mi ánimo unas expectativas que luego se vieron frustradas en un instante. 

De todo se aprende en la vida, hasta de la incomprensión literaria.

16 de junio de 2024

El desplome de la izquierda radical

 

Soy de la opinión de que el nacimiento de Podemos dañó a la izquierda en su conjunto y creo que ahora, con su caótica evolución de divisiones sucesivas y amalgamas forzadas, continúa perjudicándola. No voy a negar que en su momento el PSOE necesitara un cierto revulsivo que lo sacara del aletargamiento, pero la manera con la que los del 15 de Mayo irrumpieron en la política nacional, atacando al partido socialista y a todos los que no comulgaran con sus ideas redentoras, dividió a los progresistas y, como consecuencia, perjudicó el avance de las reformas de carácter social. Yo en su momento opiné que cuando la pólvora ya está inventada tiene poco sentido volver a inventarla. En aquel momento vaticiné que los emergentes tenían poco recorrido. Hoy Ciudadanos está totalmente fuera de juego y Podemos desangrándose poco a poco.

El resultado de las elecciones europeas ha puesto varias cosas en evidencia. Son tantas, que no voy a entrar hoy en detalles. Pero sí señalaré que los 22 escaños del PP y los 20 del PSOE apuntan hacia una vuelta del bipartidismo, otro de mis vaticinios de entonces. El estigma de la ultraderecha, reforzado ahora con la estrafalaria aparición en escena de Se acabó la fiesta, está ahí, pero en cierto modo contenida por la victoria de los populares y la resistencia de los socialistas. Por otro lado, la izquierda radical se ha pegado un batacazo, tanto el Podemos original como su escisión Sumar. Estos últimos, además, han dejado a dos de sus socios, Izquierda Unida y Más Madrid, fuera del congreso europeo, algo que verdaderamente sorprende. Los independentistas catalanes salen tocados, con lo que vamos a ver que sucede con la estabilidad del gobierno central.

Pero de todo ello lo que a mí como socialdemócrata más me preocupa es la división de la izquierda a la izquierda del PSOE, una situación que los está llevando a la insignificancia política, cuando decían que llegaban para acelerar las políticas progresistas. Seguir creyendo que la radicalidad izquierdista es la panacea universal resulta demencial, sobre todo cuando las derechas y las ultraderechas avanzan por toda Europa. Pero lamentablemente los personalismos de algunos de sus líderes y la miopía de una cierta capa del progresismo, que prefiere las etéreas reivindicaciones utópicas a la gobernanza real moderada, no parece que vaya a cambiar, para regocijo de los conservadores que junto a sus adláteres de la ultraderecha siguen avanzando.

En los partidos situados a la izquierda del PSOE se han empezado a producir dimisiones, junto a promesas de hacer autocrítica. Pero si uno analiza estos movimientos internos con detenimiento, observará que no son más que pequeñas maniobras para salvar los muebles de la inundación, para sobrevivir. No se ve preocupación por el daño causado, sólo inquietud por las posiciones personales de sus líderes. Alegrarse por mantenerse a flote, como le he oído decir a alguna dirigente de Podemos, es una demostración de lo que realmente pasa por su subconsciente. Ni una sola lamentación por haber dejado el terreno abierto a los partidos conservadores para que recuperen el poder y vuelvan a sus políticas neoliberales.

Lamentablemente esta situación no parece tener solución a corto plazo. De manera que, aunque el gobierno de coalición intentará sobrevivir hasta agotar la legislatura, mucho me temo que la radicalidad y la utopía reformadora hayan vuelto una vez más a detener el progreso, una auténtica paradoja, un verdadero sinsentido. ¡Cuándo aprenderán!

10 de junio de 2024

La masacre de Gaza

Cuando estaba escogiendo título para este artículo, he dudado entre las palabras genocidio y masacre. Pero, como parece que el significado de la primera implica ciertas consideraciones propias del derecho internacional, me he decidido por la segunda: matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa similar.

Lo de Gaza es difícil de asimilar por cualquier mente bien nacida o simplemente civilizada. Es tal la brutalidad, que sus efectos sobre la conciencia supera los umbrales de tolerancia de la indignación, quiero decir que es imposible sentir más rabia, más tristeza y más estupefacción. Cuando escribo esto, el número de muertos por los ataques israelíes supera los 38.000, entre ellos más de 4.000 niños. Ahora bien, como la barbaridad continua sin freno, es posible que cuando le dé al enter para publicarlo estas cifras se hayan quedado cortas.

Antes de seguir diré que los ataques de Hamás contra Israel en octubre fueron puro terrorismo, por tanto totalmente injustificados. Mi condena por aquello es absoluta, porque los asesinatos y los secuestros no tienen nunca justificación. Ahora bien, al terrorismo no se le puede combatir con más de lo mismo, porque, además de resultar una medida completamente ineficaz, sitúa a los justicieros al mismo nivel que a los ajusticiados. Si a esto le añadimos la indiscriminación, el ensañamiento y la impunidad con los que está actuando un estado supuestamente democrático contra una población indefensa, la situación no admite ninguna justificación moral.

Aunque sé muy bien que en política determinados movimientos son más simbólicos que efectivos, yo aplaudo las medidas diplomáticas que ha tomado el gobierno español, reconocimiento del estado palestino y apoyo al proceso judicial del tribunal de La Haya. Desde mi punto de vista, es lo mínimo que un país democrático puede hacer. Guardar silencio ante esta masacre es apoyar indirectamente a sus causantes. Una cosa es la prudencia política y otra muy distinta mirar hacia otro lado cuando la barbarie es generalizada.

A mí me sorprende la actitud pusilánime de la oposición en nuestro país. No me refiero a Vox, de la que ya no me sorprende nada, sino al PP actual, al de Feijóo. Dónde, me pregunto, han dejado los valores del humanismo cristiano que tantas veces invocan. Está claro que la razón de su actitud se basa en hacer lo contrario de lo que haga su adversario político, en esa actitud empecinada de achacar todos los males del universo a Sánchez. Si éste reconoce a Palestina, nosotros quietos, que no se mueva nadie. Si el gobierno español apoya el proceso judicial del tribunal internacional, nosotros chitón, ni una palabra.

Lo peor de todo esto es que la escalada del terrorismo en aquella zona del planeta, tanto el perpetrado por bandas organizadas como el cometido por estados reconocidos, continúa. Esta guerra empezó cuando yo no tenía todavía uso de razón y mucho me temo que mis nietos no lleguen a ver nunca la paz en aquellas tierras. Pero es que la torpeza de un gobierno ultraderechista como el de Netanyahu es tan descomunal, que no puede entenderse si no se tiene en cuenta su propia inseguridad política al frente de Israel.

Lamentablemente esto no ha hecho más que empezar.

6 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 16. Un anuncio de periódico providencial

 

Cuando estaba acabando la carrera, leí un día en el periódico ABC un anuncio de una academia de informática. El reclamo consistía en proponer la solución de un test más enrevesado que difícil y asegurar que quien fuera capaz de resolverlo tenía capacidad para programar ordenadores. Me puse a ello, lo resolví en unos minutos y concluí que aquello estaba hecho para mí.

En realidad, yo en aquel momento no sabía qué eran los ordenadores, más allá de la idea de que resolvían en poco tiempo procedimientos de gestión que de otra manera requerirían esfuerzos mucho mayores. Estoy hablando de mediados de los sesenta del siglo pasado, cuando aquí, en España, todavía se hablaba de computadoras o de IBM´s. Ni en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos me habían hablado de ellos ni en mi círculo de amigos y compañeros existía inquietud alguna al respecto. Sin embargo, yo imaginaba que aquellos conocimientos podrían ser un buen complemento para la carrera que estaba a punto de terminar.

Le propuse a mi padre que me pagara la matricula en aquel centro de formación para conseguir un diploma de programador y así entrar en aquel para mí desconocido mundo. Pero su respuesta fue que no le parecía bien que hiciera nada que pudiera distraerme de mi obligación principal, la de acabar la carrera. Como consideré que ese esfuerzo adicional no me iba a quitar demasiado tiempo, ante su negativa me puse a dar clases particulares de matemáticas y física a universitarios principiantes y, con lo que ganaba, me pagué la academia sin que nadie se enterara.

Cuando obtuve el diploma y más tarde acabé la carrera, me puse en contacto con el Ministerio de Agricultura para entrar en el departamento de informática. Pero me encontré con que los cursos que yo había estudiado en la academia se basaban en ordenadores obsoletos para sus necesidades de entonces. A través de una recomendación de mi padre -que ya sabía que había hecho oídos sordos a su recomendación- acudí a IBM, y allí me facilitaron unos cursos para ponerme al día. Resultó que el instructor era un compañero de mi promoción de la escuela que trabajaba en esa empresa como becario. Un día, cuando estábamos los dos tomando café en la máquina del pasillo, me sugirió que lo mejor que podía hacer era abandonar la idea de entrar en la administración pública y quedarme en aquella compañía. "Aquí se gana más", me explicó tajante.

Lo demás fue fácil, test de ingreso en la empresa, reciclaje total y absoluto de conocimientos durante varios meses y un destino inesperado a propuesta de mis instructores, el departamento comercial, algo que a mí ni se me había pasado por la imaginación. Nunca, antes de la entrevista en la que me comunicaron su propuesta, que en realidad era una orden indiscutible, había pensado en convertirme en salesman, una profesión muy alejada de lo que yo creía que eran mis capacidades personales. La verdad es que después no me fueron mal las cosas, porque me convertí en un generalista, en un profesional de la visión global de las necesidades de una empresa, en vez de un técnico especializado. Descubrí sin proponérmelo, que las visiones de conjunto se me dan mejor que las concreciones técnicas, algo que nunca antes hubiera imaginado.

Cuento todo esto para insistir en una idea que ya he expuesto en alguna ocasión aquí, la de que la vida es un carrusel de sorpresas, que el destino se va formando a partir de pequeñas casualidades. Como consecuencia de la lectura de un anuncio en un periódico, he trabajado durante treinta años en una actividad que desconocía entonces por completo, por cierto con gran satisfacción personal. Además, no sólo yo, también mis tres hermanos y varios de mis sobrinos.

Quien diga que el destino nos lo trazamos día a día cada uno de nosotros es un ingenuo. Si lo duda, que reconstruya la historia de las circunstancias que lo llevaron a cualquier etapa de su vida. Apuesto a que me dará la razón.

2 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 15. Intrusos en el chalé

 


En el verano de 1956, mis padres alquilaron un chalé en Riaza (Segovia), un pueblo relativamente cercano a Madrid, ciudad en la que vivíamos desde hacía un año. Cuando todavía no había cumplido los catorce años y acababa de cursar cuarto de bachillerato, para mí se habían acabado los constantes cambios de lugar y de domicilio que caracterizaron mis primeros años de vida. A partir de entonces ya no me movería de la capital del reino nunca más. Atrás quedaban los años de Tetuán, de Gerona y de Barcelona, con el saldo de tres domicilios distintos y cuatro colegios diferentes. 

El chalé estaba y está situado en una colonia conocida como la del doctor García Tapia, a poco menos de dos kilómetros del centro del pueblo. Al cabo de muchos años he vuelto a ella para recordar aquel verano, pero, como sucede cada vez que intento recuperar algún recuerdo visitando sus escenarios, el complejo residencial estaba completamente desfigurado por el paso del tiempo. La piscina vacía y abandonada, los parterres descuidados y los edificios que rodean el gran recinto ajardinado envejecidos. Sin embargo nuestra casa de aquel verano mantenía su inolvidable silueta, con dos pisos y una torre sobre el segundo, en la que sólo había una habitación, mi dormitorio. Un verdadero lujo para un chico de mi edad.

En esa torre me aislaba cuando me apetecía estar solo. Me había convertido en un asiduo lector de novelas juveniles y no tan juveniles, y aquel lugar era ideal para saborearlas sin que nadie me molestara. Un día, supongo que hacia las 6 o las 7 de la tarde, cuando estaba enfrascado en algún libro de Emilio Salgari o de Julio Verne o de José María Gironella, empecé a oír conversaciones alborotadas alrededor de mi casa. Me asomé y vi que un grupo de personas se aglomeraban a unos metros de distancia y señalaban la puerta de entrada a la vivienda con gestos de preocupación. Salí de la habitación y me asomé al hueco de la escalera. Entonces me pareció que me llegaban algunos susurros de conversación, casi imperceptibles, como si alguien dentro de casa estuviera hablando, pero procurando al mismo tiempo que no se le oyera. Sin embargo, todas las luces estaban apagadas y la casa parecía completamente vacía.

Volví a entrar en mi habitación y me asomé por la ventana un vez más, procurando que no se me viera. De repente me pareció oír entre los murmullos de la gente algo así como “no creo que sean ladrones, seguramente es alguien de la casa”. Entre las personas que se agolpaban abajo estaba nuestra muchacha de servicio, muy alterada, casi llorosa. Un vecino dijo que lo mejor sería avisar a la Guardia Civil, que para eso estaban. Comprendí inmediatamente que lo que sucedía era que algún intruso había entrado en casa y que los susurros que yo había oído eran sus conversaciones. Cerré la puerta de mi habitación con pestillo y me dispuse a esperar en silencio el desenlace de aquella extraña situación. Aunque en un principio había estado a punto de asomarme y avisar a los de abajo que yo estaba allí, opté por guardar silencio, no fuera que los ladrones me gastaran una mala pasada. Mi imaginación desbordada me hacía temer ser objeto de un secuestro o algo peor. Mejor por tanto callar y esperar.

Al cabo de un rato, quizá diez o quince minutos, cuando hasta el momento nadie se había decidido a llamar a la Benemérita, vi a una de mis primas, de aproximadamente mi edad, salir de casa con una amiga, corriendo entre la gente, con las caras cabizbajas, en dirección a sus respectivos domicilios. Los de abajo se quedaron sorprendidos, nadie dijo nada y la concentración empezó a disolverse.

Luego supe que habían entrado en casa creyendo que alguno de nosotros andaría por allí. Habían dejado la puerta abierta, circunstancia que alarmó a nuestra muchacha. Cuando iban a salir, se encontraron con la improvisada aglomeración, oyeron que se creían que se trataba de ladrones y, en vez de salir a cuerpo descubierto para deshacer el equívoco, decidieron quedarse dentro para ver que sucedía, nunca supe si por miedo a las consecuencias de su intrusión o para divertirse a costa del miedo de los vecinos. Después, cuando se dieron cuenta de la que se estaba organizando, optaron por “huir” del alboroto.

Lo curioso es que yo nunca le dije a nadie, ni siquiera a las protagonistas de la anécdota, que había sido testigo mudo de aquel pequeño enredo. Ya he dicho en alguna ocasión que a veces reacciono de forma extraña, puede ser que para darle más emoción a los acontecimientos.

Por cierto, menos mal que la Guardia Civil no estaba a mano, porque en otro caso nadie sabe lo que pudiera haber sucedido. Eran tiempo en los que no se andaban con demasiados remilgos.