2 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 15. Intrusos en el chalé

 


En el verano de 1956, mis padres alquilaron un chalé en Riaza (Segovia), un pueblo relativamente cercano a Madrid, ciudad en la que vivíamos desde hacía un año. Cuando todavía no había cumplido los catorce años y acababa de cursar cuarto de bachillerato, para mí se habían acabado los constantes cambios de lugar y de domicilio que caracterizaron mis primeros años de vida. A partir de entonces ya no me movería de la capital del reino nunca más. Atrás quedaban los años de Tetuán, de Gerona y de Barcelona, con el saldo de tres domicilios distintos y cuatro colegios diferentes. 

El chalé estaba y está situado en una colonia conocida como la del doctor García Tapia, a poco menos de dos kilómetros del centro del pueblo. Al cabo de muchos años he vuelto a ella para recordar aquel verano, pero, como sucede cada vez que intento recuperar algún recuerdo visitando sus escenarios, el complejo residencial estaba completamente desfigurado por el paso del tiempo. La piscina vacía y abandonada, los parterres descuidados y los edificios que rodean el gran recinto ajardinado envejecidos. Sin embargo nuestra casa de aquel verano mantenía su inolvidable silueta, con dos pisos y una torre sobre el segundo, en la que sólo había una habitación, mi dormitorio. Un verdadero lujo para un chico de mi edad.

En esa torre me aislaba cuando me apetecía estar solo. Me había convertido en un asiduo lector de novelas juveniles y no tan juveniles, y aquel lugar era ideal para saborearlas sin que nadie me molestara. Un día, supongo que hacia las 6 o las 7 de la tarde, cuando estaba enfrascado en algún libro de Emilio Salgari o de Julio Verne o de José María Gironella, empecé a oír conversaciones alborotadas alrededor de mi casa. Me asomé y vi que un grupo de personas se aglomeraban a unos metros de distancia y señalaban la puerta de entrada a la vivienda con gestos de preocupación. Salí de la habitación y me asomé al hueco de la escalera. Entonces me pareció que me llegaban algunos susurros de conversación, casi imperceptibles, como si alguien dentro de casa estuviera hablando, pero procurando al mismo tiempo que no se le oyera. Sin embargo, todas las luces estaban apagadas y la casa parecía completamente vacía.

Volví a entrar en mi habitación y me asomé por la ventana un vez más, procurando que no se me viera. De repente me pareció oír entre los murmullos de la gente algo así como “no creo que sean ladrones, seguramente es alguien de la casa”. Entre las personas que se agolpaban abajo estaba nuestra muchacha de servicio, muy alterada, casi llorosa. Un vecino dijo que lo mejor sería avisar a la Guardia Civil, que para eso estaban. Comprendí inmediatamente que lo que sucedía era que algún intruso había entrado en casa y que los susurros que yo había oído eran sus conversaciones. Cerré la puerta de mi habitación con pestillo y me dispuse a esperar en silencio el desenlace de aquella extraña situación. Aunque en un principio había estado a punto de asomarme y avisar a los de abajo que yo estaba allí, opté por guardar silencio, no fuera que los ladrones me gastaran una mala pasada. Mi imaginación desbordada me hacía temer ser objeto de un secuestro o algo peor. Mejor por tanto callar y esperar.

Al cabo de un rato, quizá diez o quince minutos, cuando hasta el momento nadie se había decidido a llamar a la Benemérita, vi a una de mis primas, de aproximadamente mi edad, salir de casa con una amiga, corriendo entre la gente, con las caras cabizbajas, en dirección a sus respectivos domicilios. Los de abajo se quedaron sorprendidos, nadie dijo nada y la concentración empezó a disolverse.

Luego supe que habían entrado en casa creyendo que alguno de nosotros andaría por allí. Habían dejado la puerta abierta, circunstancia que alarmó a nuestra muchacha. Cuando iban a salir, se encontraron con la improvisada aglomeración, oyeron que se creían que se trataba de ladrones y, en vez de salir a cuerpo descubierto para deshacer el equívoco, decidieron quedarse dentro para ver que sucedía, nunca supe si por miedo a las consecuencias de su intrusión o para divertirse a costa del miedo de los vecinos. Después, cuando se dieron cuenta de la que se estaba organizando, optaron por “huir” del alboroto.

Lo curioso es que yo nunca le dije a nadie, ni siquiera a las protagonistas de la anécdota, que había sido testigo mudo de aquel pequeño enredo. Ya he dicho en alguna ocasión que a veces reacciono de forma extraña, puede ser que para darle más emoción a los acontecimientos.

Por cierto, menos mal que la Guardia Civil no estaba a mano, porque en otro caso nadie sabe lo que pudiera haber sucedido. Eran tiempo en los que no se andaban con demasiados remilgos.

3 comentarios:

  1. Imagino que por fin esa prima nuestra se habrá enterado de que estabas allí, ja ja.
    Fernando

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    1. Supongo que ahora, cuando lea el artículo. Es prima Miravete, no Guijarro.

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  2. Ah entonces no la conozco.

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