28 de junio de 2024

Recuerdos olvidados 18. Es grande ser joven

 

La primera película que recuerdo haber visto en mi vida es la mítica El Mago de Oz. Debía de tener yo seis o a lo sumo siete años de edad, de manera que estamos hablando de 1948 o de 1949. Aquel cambio del negro al color que sucede cuando se inicia la fantasía musical, es decir cuando Doroty empieza a cantar sobre las baldosas amarillas y a soñar con el espantapájaros, el león y el hombre de lata, le causó tal efecto a mi mente infantil, que estuve durante mucho tiempo enamorado de la coloreada protagonista. Cuando rodó la película, en 1937, Judy Garland tenía diecisiete años, algo mayor para mí por aquel entonces, pero es que siempre he sido un poco precoz para estas cosas del corazón. Al cabo de muchos años he vuelto a ver el musical y, como suelo juzgar el cine vintage con cierta benevolencia, debo confesar que a pesar del tiempo transcurrido me gustó. Su protagonista, que murió en 1969, seguía viva en mis recuerdos.

Ya que he empezado a hablar de cine, voy a contar una anécdota escolar que recuerdo como si hubiera sucedido ayer. En 1956 o 1957 se estrenó en España una película que se titulaba Es grande ser joven, con una banda musical muy pegadiza. El argumento giraba alrededor de un profesor de música (John Mills) en un colegio británico, que en sus clases utilizaba métodos muy peculiares, un sistema participativo que contrastaban con la rigurosa disciplina que se observaba en el centro educativo, lo que le causaba enfrentamientos con la dirección, al mismo tiempo que la incondicional adhesión de sus alumnos.

Un día, cuando me dirigía por la tarde al colegio Calasancio de Madrid, me encontré en la esquina de Conde de Peñalver con Ortega y Gasset -entonces Lista- con un grupo de compañeros que, como yo, se dirigían a reemprender las clases interrumpidas a la hora de comer. En aquellos tiempos no se había implantado todavía la jornada continuada y por consiguiente no funcionaban los comedores escolares. Salvo los internos y los mediopensionistas, los demás comíamos cada uno en su casa.

El contagio de la banda musical de Es grande ser joven se había extendido de tal manera, que casi sin darme cuenta, de repente me vi participando en una coral callejera, formada por mis compañeros de clase. No cantábamos, porque aquella música no tenía letra, sólo tarareábamos aporreando nuestras carteras a modo de baterías musicales improvisadas. La gente nos miraba y sonreía al pasar a nuestro lado, lo que posiblemente nos animara a continuar con el improvisado espectáculo.

Cuando llegó la hora, todos juntos sin disimulos nos dirigimos hacia la puerta del colegio, a unos cien metros de nuestro improvisado escenario. Pero a medida que íbamos entrando, el padre prefecto, el David,, acompañado de algún que otro cazador de alumnos rebeldes nos iba apartando de los demás, obligándonos a todos a formar una fila, la de los castigados por “sedición”. Es muy posible que si hubiéramos entrado por separado, si nuestra ingenuidad no hubiera sido tanta, los laceros con sotana no hubieran sido capaces de distinguir a unos de otros y nos hubiéramos librado de los castigos que se sucedieron a continuación durante varias semanas.

Algunos de los que participaron en aquella sonada entraron al colegio por otra puerta, como si todo aquello no fuera con ellos, y se libraron de las represalias. ¿Los más listos? Puede ser. Aunque a mí entonces me parecieran unos esquiroles insolidarios.

En aquella ocasión aprendí dos cosas que luego, a lo largo de la vida, me han sido muy útiles. La primera, que hay que huir de los tumultos gratuitos, de las manifestaciones que no tengan un propósito concreto; la segunda, que si por alguna razón te has visto envuelto en una de ellas sepárate del grupo en cuanto puedas y procura pasar desapercibido. 


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