1 de julio de 2024

Recuerdos olvidados 19. Mi primer verano en Castellote. Viaje a lo desconocido

A finales de junio de 1954, cuando vivíamos en Barcelona y yo acababa de terminar el segundo de bachillerato del plan vigente entonces, mis padres decidieron llevarnos a los cuatro hermanos a veranear a Castellote. A mi madre, en el reparto del patrimonio de mis abuelos, le había correspondido una propiedad que fue durante muchas generaciones la casa solar de la rama Miravete a la que pertenezco. A través de los relatos que me habían hecho, yo imaginaba lo que me iba a encontrar, un gran edificio algo destartalado -durante la guerra civil había sido primero cuartel de milicias republicanas y después de tropas franquistas-, rodeado de huertos que pertenecían a la casa y que explotaba como mediero el “tío” Roque, un campesino del pueblo. Pero en realidad me resultaba muy difícil hacerme una idea de cómo sería aquello, porque mi mente infantil propendía a reproducir algún rancho del western de los que veía en las películas de la época. No conocía el mundo rural español y como consecuencia carecía de elementos de comparación.

En un minibús que alquiló mi padre, viajamos mi madre, las muchachas que teníamos entonces -Salud y Paquita- y los cuatro hermanos, además de un sinfín de maletas y de fardos, no en vano con aquel viaje mis padres pretendían poner en marcha una vivienda que había estado abandonada durante muchos años. Recuerdo que cuando nos adentramos en la complicada orografía del Maestrazgo turolense, yo temía encontrarme con alguna banda de maquis, ya que desde el final de la guerra habían estado campando por aquellos montes a sus anchas. No vi a ningún guerrillero, pero si muchas parejas de la Guardia Civil, "naranjero" al hombro, señal inequívoca de que todavía quedaba alguno por aquellos parajes.

La llegada al pueblo creó una cierta expectación. Por aquel entonces la presencia de oriundos que regresaran después de años de ausencia no era frecuente y a mi familia la conocían todos. En el Caballón -así se llama la plaza de entrada a Castellote-, nos esperaba el “tío” Roque. Los coches no podían subir hasta nuestra casa, de manera que cargó todo nuestro equipaje en dos machos y emprendió la subida, algo que todavía recuerdo como si lo estuviera viendo, porque me resultó un tanto pintoresco. Empezaba a adentrarme en el mundo rural de la época y me quedaban muchos descubrimientos por hacer.

La casa me pareció gigantesca. Acostumbrado a vivir en pisos de ciudad, sus ochocientos metros cuadrados, divididos en cuatro plantas, en la más alta lo que se conocía por graneros y en la más baja -con salida al huerto- las cuadras, desbordaron mis expectativas.  En realidad, como de las dos plantas intermedias -las  habitables en aquel momento- sólo una estaba amueblada, en ella nos instalamos, aunque nadie ni nada me impedía corretear por el resto de la casa, huerto, cuadras, graneros y habitaciones vacías, algunas con las paredes llenas de grafitis soldadescos, no todos con contenido para menores. Recuerdo con nitidez la satisfacción que me produjo encontrarme con un escenario tan enorme para nuestros juegos infantiles, todo además dentro de casa, pero sin que nadie te vigilara.

En aquellos tiempos todavía no había agua corriente en el pueblo ni se habían construido las alcantarillas; de manera que había que traer el agua en cántaros desde la fuente más cercana -los lavaderos- y las aguas negras vertían en una fosa séptica, oculta bajo los sembrados del huerto. Sí había luz eléctrica, pero los apagones eran muy frecuentes. Cualquier inclemencia meteorológica nos dejaba a oscuras, algo que nuestras mentes infantiles disfrutaban. Por cierto, una leyenda que circulaba entonces atribuía los cortes de suministro eléctrico a avisos a distancia de la presencia de maquis. Creo que nunca llegué a creerme este bulo -ahora se dice fake news-, porque con doce años ya era capaz de distinguir la realidad de la fantasía.

Lo cierto es que aquel verano fue uno de los más felices de mi vida. Después se sucederían otros muchos, de manera que años tras año fui siendo testigo de como cambiaba el pueblo y de como aquella casa destartalada se iba convirtiendo con el paso del tiempo en una vivienda confortable. Las nuevas generaciones de la familia, los nietos de mis hermanos y los míos, serían incapaces de entender que lo que ahora disfrutan fuera entonces como era.

Pero lo más importante de lo que sucedió aquel verano es que, gracias a la iniciativa de mis padres, se puso en marcha un proyecto ilusionante, el de que las cuatro ramas de la familia pudiéramos compartir cuando quisiéramos un espacio común. Estoy convencido de que la unión y entendimiento que existe entre los miembros de cada una de las generaciones y entre las tres generaciones actuales entre sí tiene como causa la convivencia que disfrutamos de cuando en cuando en la casa de Castellote.

Por eso me gusta recordarlo, aunque lo tenga algo olvidado.

Nota bene: La foto que acompaña este artículo es de Mariupe Alía, una de las artistas de la familia. En ella se aprecia en el centro nuestra casa, rodeada de árboles. El huerto de entonces se ha convertido en un bonito jardín, con más de treinta y cinco árboles frutales y ornamentales.

4 comentarios:

  1. ¡Qué bonito y cuántos recuerdos!
    Angel

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Ángel. Tú, que conoces muy bien aquella casa y el pueblo, entenderás perfectamente de qué estoy hablando.

      Eliminar
  2. Una maravilla. Un recuerdo muy romántico, un huerto sacado del olvido.
    Fernando.

    ResponderEliminar
  3. Fernando, sacado del olvido y del abandono.

    ResponderEliminar

Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.