En un minibús que alquiló mi padre, viajamos mi madre, las muchachas que teníamos entonces -Salud y Paquita- y los cuatro hermanos, además de un sinfín de maletas y de fardos, no en vano con aquel viaje mis padres pretendían poner en marcha una vivienda
que había estado abandonada durante muchos años. Recuerdo que cuando nos adentramos en
la complicada orografía del Maestrazgo turolense, yo temía encontrarme con
alguna banda de maquis, ya que desde el final de la guerra habían estado
campando por aquellos montes a sus anchas. No vi a ningún guerrillero, pero si muchas
parejas de la Guardia Civil, "naranjero" al hombro, señal inequívoca de que
todavía quedaba alguno por aquellos parajes.
La llegada al pueblo creó una cierta expectación. Por aquel
entonces la presencia de oriundos que regresaran después de años de ausencia no era frecuente y a mi familia la conocían todos. En el Caballón -así se
llama la plaza de entrada a Castellote-, nos esperaba el “tío” Roque. Los coches
no podían subir hasta nuestra casa, de manera que cargó todo nuestro equipaje
en dos machos y emprendió la subida, algo que todavía recuerdo como si lo
estuviera viendo, porque me resultó un tanto pintoresco. Empezaba a adentrarme en el mundo rural de la época y me quedaban muchos descubrimientos por hacer.
La casa me pareció gigantesca. Acostumbrado a vivir en pisos
de ciudad, sus ochocientos metros cuadrados, divididos en cuatro plantas, en la
más alta lo que se conocía por graneros y en la más baja -con salida al huerto- las
cuadras, desbordaron mis expectativas. En
realidad, como de las dos plantas intermedias -las habitables en aquel momento- sólo una estaba amueblada, en ella nos instalamos, aunque nadie ni nada me impedía corretear por el resto de la
casa, huerto, cuadras, graneros y habitaciones vacías, algunas con las paredes llenas de grafitis soldadescos, no todos con contenido para menores. Recuerdo con nitidez la satisfacción que me produjo encontrarme con un
escenario tan enorme para nuestros juegos infantiles, todo además dentro de
casa, pero sin que nadie te vigilara.
En aquellos tiempos todavía no había agua corriente en el pueblo ni se
habían construido las alcantarillas; de manera que había que traer el agua en cántaros desde la fuente más cercana -los lavaderos- y las aguas negras vertían en una fosa séptica, oculta bajo los
sembrados del huerto. Sí había luz eléctrica, pero los apagones eran muy
frecuentes. Cualquier inclemencia meteorológica nos dejaba a oscuras, algo que nuestras
mentes infantiles disfrutaban. Por cierto, una leyenda que circulaba entonces
atribuía los cortes de suministro eléctrico a avisos a distancia de la
presencia de maquis. Creo que nunca llegué a creerme este bulo -ahora se dice fake news-, porque con doce
años ya era capaz de distinguir la realidad de la fantasía.
¡Qué bonito y cuántos recuerdos!
ResponderEliminarAngel
Gracias, Ángel. Tú, que conoces muy bien aquella casa y el pueblo, entenderás perfectamente de qué estoy hablando.
EliminarUna maravilla. Un recuerdo muy romántico, un huerto sacado del olvido.
ResponderEliminarFernando.
Fernando, sacado del olvido y del abandono.
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