En realidad, yo en aquel momento no sabía qué eran los ordenadores, más allá de la idea de que resolvían en poco tiempo procedimientos
de gestión que de otra manera requerirían esfuerzos mucho mayores. Estoy
hablando de mediados de los sesenta del siglo pasado, cuando aquí, en España, todavía se
hablaba de computadoras o de IBM´s. Ni en la Escuela Técnica Superior de
Ingenieros Agrónomos me habían hablado de ellos ni en mi círculo de amigos y compañeros existía inquietud alguna al respecto. Sin embargo, yo imaginaba que aquellos
conocimientos podrían ser un buen complemento para la carrera que estaba a punto de terminar.
Le propuse a mi padre que me pagara la matricula en aquel
centro de formación para conseguir un diploma de programador y así entrar en aquel para mí desconocido mundo. Pero su respuesta fue que no le parecía bien que hiciera nada que
pudiera distraerme de mi obligación principal, la de acabar la carrera. Como
consideré que ese esfuerzo adicional no me iba a quitar demasiado tiempo, ante su negativa me puse a dar clases
particulares de matemáticas y física a universitarios principiantes y, con lo que ganaba, me pagué la academia sin que nadie se enterara.
Cuando obtuve el diploma y más tarde acabé la carrera, me puse en contacto con el Ministerio de Agricultura para entrar en el departamento
de informática. Pero me encontré con que los cursos que yo había estudiado en
la academia se basaban en ordenadores obsoletos para sus necesidades de entonces. A través de una
recomendación de mi padre -que ya sabía que había hecho oídos sordos a su recomendación- acudí
a IBM, y allí me facilitaron unos cursos para ponerme al día. Resultó que el instructor era
un compañero de mi promoción de la escuela que trabajaba en esa empresa como
becario. Un día, cuando estábamos los dos tomando café en la máquina del
pasillo, me sugirió que lo mejor que podía hacer era abandonar la idea de entrar en la administración pública y quedarme en aquella compañía. "Aquí se gana más", me explicó tajante.
Lo demás fue fácil, test de ingreso en la empresa, reciclaje total y absoluto de conocimientos durante varios meses y un destino inesperado a propuesta de mis instructores, el departamento comercial, algo que a mí ni se me había pasado por la imaginación. Nunca, antes de la entrevista en la que me comunicaron su propuesta, que en realidad era una orden indiscutible, había pensado en convertirme en salesman, una profesión muy alejada de lo que yo creía que eran mis capacidades personales. La verdad es que después no me fueron mal las cosas, porque me convertí en un generalista, en un profesional de la visión global de las necesidades de una empresa, en vez de un técnico especializado. Descubrí sin proponérmelo, que las visiones de conjunto se me dan mejor que las concreciones técnicas, algo que nunca antes hubiera imaginado.
Cuento todo esto para insistir en una idea que ya he expuesto en alguna ocasión aquí, la de que la vida es un carrusel de sorpresas, que el
destino se va formando a partir de pequeñas casualidades. Como consecuencia de
la lectura de un anuncio en un periódico, he trabajado durante treinta años en
una actividad que desconocía entonces por completo, por cierto con gran
satisfacción personal. Además, no sólo yo, también mis tres hermanos y varios de mis sobrinos.
Quien diga que el destino nos lo trazamos día a día cada uno de
nosotros es un ingenuo. Si lo duda, que reconstruya la historia de las circunstancias que lo llevaron a cualquier etapa de su vida. Apuesto a que me dará la razón.
Pues sí: por mi parte tienes toda la razón.
ResponderEliminarMuy interesante, por otra parte, este relato de tus comienzos en el apasionante mundo de la informática.
Fernando
Una pequeña casualidad que me llevó por caminos inesperados.
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