Cuando mis amigos y yo descubrimos los accesos y comprobamos que
podíamos entrar en la extensa red de pozos y galerías sin que nada ni nadie lo
impidiera, lo convertimos en uno de nuestros escenarios de aventuras. Provistos
de linternas, que no recuerdo de dónde habíamos sacado, sin planos y sin más
guía que nuestro instinto infantil, recorríamos las inacabables galerías en
busca de supuestas criaturas ocultas en la profundidad del subsuelo urbano
-mejor suburbano-, de tesoros escondidos o de cualquier tipo de sorpresa que
nuestra imaginación fuera capaz de concebir. Íbamos siempre en grupo, porque
una de nuestras preocupaciones era perdernos, no encontrar la salida y
quedarnos atrapados sin que pudieran encontrarnos, ya que nadie conocía
nuestra afición a la espeleología.
En una de aquellas incursiones, un día descubrimos rastros de
vida humana, alguna manta harapienta, latas de comida y cosas así. Pero, aunque
buscamos por las galerías adyacentes, no encontramos a nadie. No obstante, aquel
descubrimiento incrementó nuestro interés, que ahora tenía un objetivo concreto, el de
encontrar al homo alcantarillae, como así empezamos a denominarlo a
propuesta de algún erudito del grupo con vocación de antropólogo.
Pasó mucho tiempo y muchas incursiones antes de que un día,
cuando los tres que habíamos bajado a las profundidades del subsuelo -Pepe, Miguel y yo- empezamos a oír unos gritos desgarrados, sin duda una
violenta discusión. Nos quedamos petrificados, apagamos las linternas y
empezamos a prestar atención a las voces que llegaban hasta nosotros,
completamente distorsionadas por el eco que devolvía el laberinto de galerías.
Era muy difícil entender lo que decían, pero quedaba muy claro que se trataba de una pelea entre dos o más adultos.
Uno de nosotros, no recuerdo quién, aunque puede que la
iniciativa fuera colectiva, propuso que saliéramos de allí por el pozo más
cercano, no fuéramos a encontrarnos con una situación desagradable. Cuando lo
hicimos, nos encontramos muy lejos de la zona por la que solíamos entrar, al
otro lado de la entonces llamada avenida del Hospital Militar, renombrada ahora como avenida de Vallcarca, un lugar también en aquellos tiempos completamente desierto, que
el paso del tiempo ha convertido en una poblada zona residencial.
Unos días más tarde, cuando hacíamos planes para volver a entrar en las entrañas de la tierra, Pepe nos dijo que acababa de leer en
Lavanguardia la noticia de que, tras una violenta reyerta entre vagabundos que
acampaban cerca del hospital militar y que utilizaban el alcantarillado como guarida, había resultado herido por arma blanca un
hombre de unos cuarenta años. La Brigada Criminal investigaba el caso y
esperaba esclarecer el asunto pronto, aunque se carecía de testigos oculares de
los hechos. Uno de nosotros dijo: oculares no, pero auditivos sí.
Nos reímos de la ocurrencia, pero con aquel suceso se acabó para nosotros la espeleología suburbana. Habíamos encontrado al homo alcantarillae, pero no era de fiar en absoluto.