31 de julio de 2024

Recuerdos olvidados 21. Explorando alcantarillas

 

Cuando viví en Barcelona -entre 1953 y 1955- residíamos en el hospital militar de la ciudad. Por aquel entonces, el enorme recinto hospitalario estaba rodeado de grandes zonas despobladas, en las que los planes urbanísticos de la época ya preveían edificar. De manera que, como anticipo de lo que vendría años después, se había construido el alcantarillado, cuyos pozos de acceso, todavía sin las correspondientes tapaderas o cerramientos, emergían de la superficie a la espera de que se edificase.

Cuando mis amigos y yo descubrimos los accesos y comprobamos que podíamos entrar en la extensa red de pozos y galerías sin que nada ni nadie lo impidiera, lo convertimos en uno de nuestros escenarios de aventuras. Provistos de linternas, que no recuerdo de dónde habíamos sacado, sin planos y sin más guía que nuestro instinto infantil, recorríamos las inacabables galerías en busca de supuestas criaturas ocultas en la profundidad del subsuelo urbano -mejor suburbano-, de tesoros escondidos o de cualquier tipo de sorpresa que nuestra imaginación fuera capaz de concebir. Íbamos siempre en grupo, porque una de nuestras preocupaciones era perdernos, no encontrar la salida y quedarnos atrapados sin que pudieran encontrarnos, ya que nadie conocía nuestra afición a la espeleología.

En una de aquellas incursiones, un día descubrimos rastros de vida humana, alguna manta harapienta, latas de comida y cosas así. Pero, aunque buscamos por las galerías adyacentes, no encontramos a nadie. No obstante, aquel descubrimiento incrementó nuestro interés, que ahora tenía un objetivo concreto, el de encontrar al homo alcantarillae, como así empezamos a denominarlo a propuesta de algún erudito del grupo con vocación de antropólogo.

Pasó mucho tiempo y muchas incursiones antes de que un día, cuando los tres que habíamos bajado a las profundidades del subsuelo -Pepe, Miguel y yo- empezamos a oír unos gritos desgarrados, sin duda una violenta discusión. Nos quedamos petrificados, apagamos las linternas y empezamos a prestar atención a las voces que llegaban hasta nosotros, completamente distorsionadas por el eco que devolvía el laberinto de galerías. Era muy difícil entender lo que decían, pero quedaba muy claro que se trataba de una pelea entre dos o más adultos.

Uno de nosotros, no recuerdo quién, aunque puede que la iniciativa fuera colectiva, propuso que saliéramos de allí por el pozo más cercano, no fuéramos a encontrarnos con una situación desagradable. Cuando lo hicimos, nos encontramos muy lejos de la zona por la que solíamos entrar, al otro lado de la entonces llamada avenida del Hospital Militar, renombrada ahora como avenida de Vallcarca, un lugar también en aquellos tiempos completamente desierto, que el paso del tiempo ha convertido en una poblada zona residencial.

Unos días más tarde, cuando hacíamos planes para volver a entrar en las entrañas de la tierra, Pepe nos dijo que acababa de leer en Lavanguardia la noticia de que, tras una violenta reyerta entre vagabundos que acampaban cerca del hospital militar y que utilizaban el alcantarillado como guarida, había resultado herido por arma blanca un hombre de unos cuarenta años. La Brigada Criminal investigaba el caso y esperaba esclarecer el asunto pronto, aunque se carecía de testigos oculares de los hechos. Uno de nosotros dijo: oculares no, pero auditivos sí.

Nos reímos de la ocurrencia, pero con aquel suceso se acabó para nosotros la espeleología suburbana. Habíamos encontrado al homo alcantarillae, pero no era de fiar en absoluto.

27 de julio de 2024

Recuerdos olvidados 20. Algunos de mis viejos escenarios. Gerona

 

Supongo que no soy la única persona a la que le atrae la idea de regresar de vez en vez a los escenarios de sus correrías infantiles y juveniles, para de esa manera recuperar recuerdos y recrearse con la rememoración de viejas vivencias. Yo siempre he sentido una especial inclinación por volver a lugares que ya apenas ocupan algún lugar muy recóndito en mi memoria, no sólo desfigurados por el paso del tiempo, sino además modificados por esa tendencia tan humana de poner en solfa las disonancias y de pintar de color de rosa lo que quizá sea un poco más obscuro. Pero es que además, a estas alturas de mi vida, con la vertiginosa aceleración del paso del tiempo, se ha incrementado mi interés por recordar lo medio olvidado. Supongo que se trata de un vano intento de volver a vivir algo que ya nunca volverá.

Uno de esos escenarios es la ciudad de Gerona, en la que viví desde los 9 hasta los 11 años, dos cursos consecutivos, uno de ellos, el ingreso al bachillerato (1951-1952), en un internado -Santa María del Collell- del que creo haber traído ya aquí algunos recuerdos; el otro, el primero de bachillerato (1952-1953) del plan de entonces, en un colegio seglar y mixto -academia Cocuard- situado en el casco antiguo de la ciudad del Ter y del Oñar. A los dos he vuelto en varias ocasiones, aunque el internado ya no exista como tal y la academia se haya convertido en un edificio de viviendas. Dos lugares míticos para mí, que con el tiempo han pasado a otros menesteres.

Al internado de Santa María del Collell he vuelto en varias ocasiones. Está situado entre las localidades de Bañolas y Olot, totalmente aislado de la civilización, en mitad de un espeso bosque de robles, de hayas y de castaños. Aunque el conjunto de edificios siga existiendo, ya no funciona como centro de enseñanza, sino como residencia veraniega para jóvenes. En él he vuelto a entrar, pero su estructura ha sufrido tantas modificaciones que nunca he sido capaz de encontrar la habitación que compartí con mi hermano Manolo, aunque sí el corredor en el que estaba situado. Algunos tabiques desaparecidos y otros nuevos han convertido las antiguas celdas de seminaristas, que subsistían en mi época escolar, en grandes dormitorios, muchos de ellos con sacos de dormir esparcidos por el suelo. Quién te ha visto y quién te ve. Lo dicho, el progreso no le tiene ningún respeto a la memoria y así le va a mis recuerdos.

Pero sí he podido recorrer los campos de deportes, la esplanada donde jugaba en los recreos y el aula que me acogió durante todo un curso, ahora convertida en trastero de muebles viejos. Pero por lo menos estaba intacta. A través de los cristales de la puerta pude ver la vieja pizarra y, aunque busqué algún rastro de lo que entonces pude haber escrito en ella, no lo encontré. El tiempo lo borra todo, hasta la lista de cabos de la península ibérica.

Mi segundo año gerundense transcurrió en la capital de la provincia, en nuestro domicilio familiar. El internado se había acabado para nosotros, dejándonos algunos buenos recuerdos en la memoria y mucho frío en los huesos. Teniendo en cuenta la edad que yo tenía entonces, mis recorridos callejeros se limitaban al itinerario comprendido entre mi casa y el colegio, una distancia de quizá dos kilómetros de longitud, que recorría a diario con mi hermano Manolo a pie o en nuestras flamantes bicicletas, porque eran tiempos de tráfico sosegado y tranquilidad en las calles. Sólo los fines de semana modificábamos la rutina, los sábados por las tardes para acudir a alguna sesión continua de cine, de aquellas que en cuatro horas te tragabas dos películas con sus correspondientes noticiarios documentales (NO-DO), y los domingos para ir a misa con mis padres y mis tres hermanos y tomar después el aperitivo con ellos en la Rambla, sin que nunca faltaran las correspondientes aceitunas rellenas y las crujientes patatas fritas, un manjar de dioses. Pero como estas alteraciones del recorrido habitual se ceñían al centro de la ciudad, en realidad yo no conocía Gerona. Ha tenido que ser después, en mis cacerías de recuerdos, cuando de verdad la he conocido, ahora sí en profundidad. 

En una de estas visitas nostálgicas, hace ya unos veinte años, me detuve un día frente al edificio de la calle de Santa Eugenia de Ter donde vivíamos entonces, tratando de reconocer sus detalles. Un señor mayor, que rondaría entonces los ochenta, se colocó junto a mí y me preguntó si buscaba algo. Le expliqué el motivo de mi ensimismada contemplación de aquella fachada y entonces se deshizo en explicaciones sobre el entorno. Se acordaba perfectamente de que allí se alojaron muchos años atrás unas dependencias militares, entre las que estaban las oficinas de mi padre y nuestro domicilio familiar, instalaciones que habían cambiado de uso hacía ya mucho tiempo. Conocía con cierto detalle la evolución sufrida por el entorno a lo largo del último medio siglo transcurrido desde que yo viví allí y me dio una agradable lección sobre las modificaciones sufridas por el barrio desde que yo lo conocí.

Años después intenté repetir la experiencia, pero no encontré a mi alrededor a nadie que hubiera nacido antes de la época de mis recuerdos. El paso de los años pone cada día más difícil encontrar contemporáneos que te ayuden a recuperar el pasado. 

Por eso intento cuidar los recuerdos, aunque estén ya muy olvidados.


22 de julio de 2024

Liturgia y paganismo

 

Hace ya mucho tiempo que llegué a la conclusión de que la iglesia católica ha heredado la forma y el fondo de las costumbres del Imperio Romano. No me refiero al cristianismo en esencia pura, sino a la evolución que ha sufrido su estructura oficial desde el principio y a lo largo de sus veinte siglos de existencia. Desde el título que se otorga a su máximo representante, Sumo Pontífice, hasta muchos de los detalles de su alambicada liturgia proceden de los usos de aquella época, no en vano su organización nació y evolucionó dentro de la cultura de Roma.

Pero es que además su fondo o, dicho de otra manera, su credo ha ido evolucionando desde el monoteísmo indiscutible hacia una manera más o menos encubierta de politeísmo o, si se prefiere, de paganismo. No me refiero sólo al insondable misterio de la Trinidad -tres personas en un solo dios-, sino además a la proliferación de vírgenes y santos, cada uno de ellos con sus fieles y seguidores y con sus parcelas de competencias y responsabilidades. Por no hablar de las distintas jerarquías de ángeles y demonios, entelequias espirituales que introducen o la protección o la amenaza a los hombres. En definitiva, una adaptación del credo monoteísta a la mentalidad pagana, esta última más fácil de entender y asimilar por la mente de muchos creyentes, no sólo de aquella época, también de nuestros tiempos.

Es curioso observar la veneración que provoca algunas de estas pequeñas deidades, casi siempre en detrimento de los genuinos valores cristianos. Creo que no es necesario que entre en detalles, porque el lector de estas líneas sabe muy bien que me estoy refiriendo a romerías, a manifestaciones públicas de representaciones religiosas, a santerías y milagrerías y a histerias colectivas originadas por un fervor, enardecido en ocasiones, que nada tiene que ver con el mensaje evangélico. El folclore popular en simbiosis con paganas interpretaciones de religiosidad.

Lo curioso es observar como la jerarquía eclesiástica no sólo no censura estas manifestaciones de religiosidad, sino que las ampara. Supongo que lo que subyace tras esta permisividad es el convencimiento de que las estrambóticas manifestaciones paganas mantienen la lealtad de fieles que de otra manera se apartarían de la disciplina diocesana, es decir, evita que disminuya el número de fieles. En realidad, esto es lo que ha sucedido desde los orígenes de la extensión del cristianismo por el mundo, la tolerancia de la curia "romana" hacia estas extrañas formas de religiosidad, en definitiva, la adaptación a las costumbres heredadas del Imperio de Roma.

Por eso, lo que sostengo es que estamos ante un deterioro del primitivo espíritu cristiano, consecuencia de que la doctrina que emana de los evangelios nació deformada por las circunstancias de la época, se ha mantenido así a lo largo de su historia sin que se haya hecho nada para evitarlo y permanece como nació. Lo que mantengo es que el espíritu pagano impregna la liturgia cristiana, al menos la católica, apostólica y romana.

16 de julio de 2024

Juicios y prejuicios

 

Hace unos días tuve una conversación con un viejo conocido, intercambio de opiniones que me ha inspirado escribir sobre un tema que siempre he considerado fascinante, el de la influencia de los juicios infundados en nuestro comportamiento habitual. Como suelo hacer cada vez que intento entrar en terrenos resbaladizos, he abierto algunos diccionarios de la lengua española para recordar lo que se entiende por prejuicio y me he encontrado entre otras con la siguiente definición: opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

Mi interlocutor de ese día, ante las explicaciones de un tercero que nos comentaba que la catedral de Barcelona es de estilo románico, aunque su fachada sea gótica porque se construyó con posterioridad, interrumpió la conversación para expresar que la citada iglesia era un adefesio. Yo, tras oír la tajante aseveración, y dándome cuenta de que me encontraba ante un prejuicio “anticatalán”, de esos que todo vale para combatir las ideas políticas de otros aunque no venga a cuento, intenté desviar la conversación hacia la “otra catedral” de Barcelona, Santa María del Mar. Pero mi intención resultó inútil, porque el “prejuzgador” metió inmediatamente a esta última en el saco de los adefesios, así, sin más. Se le notaba el pelo de la dehesa a distancia, porque tengo la impresión de que no sabía de qué estábamos hablando.

Esto de los prejuicios es matador. Gente aparentemente seria y que mantiene un comportamiento ciudadano correcto, cuando se deja llevar por los prejuicios se mete en callejones sin salida, en encrucijadas de las que es difícil salir. Posiblemente en la mente del protagonista de esta historia estuviera Puigdemont, el separatismo catalán y, no me extrañaría, la ley de amnistía. Pero en su confusión mental ha metido por en medio a la catedral de Barcelona, que tengo la sensación de que ni conoce.

En este caso se coló además de rondón otro vicio muy extendido, el de las comparaciones odiosas, porque para rematar su juicio –mejor, su prejuicio- mi interlocutor añadió que las de Burgos y León son mucho más bonitas que la de Barcelona. Erre que erre, para que quedara clara su posición.

Los prejuicios no sólo nublan la mente de los “prejuzgadores”, sino que además suele dejar a éstos en muy mala posición. Como dice la definición del diccionario de la Academia, emiten juicios sobre asuntos que conocen mal, por lo que en cuanto se ahonda en su criterio suelen poner en evidencia su ignorancia. Si de verdad conocieran el asunto prejuzgado, posiblemente no se hubieran metido en absurdas opiniones.

En cualquier caso, yo saco otra conclusión, la de que quien acude a estos juicios sobre temas que desconoce persigue el objetivo de descalificar a algo o a alguien con la brocha gorda, porque no se encuentra con capacidad para hacer una crítica razonada. En este caso podía haber entrado en juicios sobre lo que sospecho que cruzaba por su mente, su desacuerdo con las políticas que se están llevando a cabo para resolver la tensión separatista en Cataluña. Peto eso es bastante más complejo que limitarse a decir que la catedral de Barcelona es un adefesio. 


12 de julio de 2024

Fragatas contra cayucos

 


El señor Tellado, don Miguel, portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, no es precisamente un político a quien le caracterice la elocuencia. Nadie sabe por qué lo han elegido para desempeñar un puesto de tanta responsabilidad en un partido político, aunque supongo que habrá sido por su discurso hosco y beligerante. Ya se sabe que la política española en estos momentos camina por senderos tramontanos.

Ahora bien, lo que resulta increíble es que a esas características se añada la falta de cultura en materia de defensa nacional, lo que unido a la osadía se convierte en un arma muy peligrosa para quien la usa. El otro día, en no recuerdo qué ocasión, se lució cuando propuso con vehemencia que se enviara a la flota para contener la llegada de cayucos y de pateras, propuesta digna de un análisis minucioso. Veamos pues.

El señor Tellado, don Miguel, no tiene ni idea de lo que es la Armada ni de cuales son sus cometidos. Sólo imaginar que nuestras fragatas, nuestros patrulleros oceánicos y nuestros helicópteros fueran utilizados para detener a estas endebles embarcaciones produce por un lado hilaridad y por otro espanto. ¿Cómo piensa el ilustre parlamentario que deberían operar nuestras fuerzas navales llegado el caso? ¿Abordando al “enemigo” con los equipos operativos de seguridad de Infantería de Marina con los que cuenta cada buque? ¿Lanzándoles misiles Harpoon? ¿Acaso mediante torpedos?

Seguramente el señor Tellado, don Miguel, ni siquiera se ha planteado este pequeño detalle, porque ha dejado muy claro que no tiene demasiados conocimientos en asuntos de defensa, lo que teniendo en cuenta su nivel de responsabilidad llama la atención. Aunque supongo que, como la idea no es más que una improvisación sin fundamento, una ocurrencia, tampoco le ha debido de importar demasiado soltar esta parida, al fin y al cabo una clara imitación de los mensajes que lanza Vox, a cuyos líderes siempre está mirando por el retrovisor, no vaya a quedarse corto.

El asunto de la inmigración es demasiado serio como para andarse con bromas, y ésta es una muy pesada. En vez de colaborar y tratar de llegar a un pacto de estado con el gobierno para encauzar debidamente un problema tan complejo, acude al esperpento, a la demagogia y al populismo. Supongo que en sus propias filas habrá surgido alguna alarma, pero la verdad es que todavía no he oído a ninguno de sus líderes corregir tan gigantesca estulticia.

Lo que sucede es que cuando se ejerce la oposición sin ideas que aportar, simplemente con patadas intelectuales, pasa lo que pasa. Me gustaría oírles decir alguna vez algo que pudiera serle útil a la gobernanza de este país, pero mucho me temo que esto nunca llegara mientras sus portavoces tengan la talla intelectual del señor Tellado, don Miguel.

7 de julio de 2024

También te digo...

 

En alguna otra ocasión he escrito aquí sobre lo que yo denomino virus del lenguaje, latiguillos que nacen en algún momento sin que se conozca su origen y que se propagan con la rapidez de las epidemias virales. Por eso, como resultan perjudiciales para el buen hablar, a mí me llaman la atención y me ponen en guardia para evitar el contagio, cosa que no siempre logro.

El último que he detectado es la expresión también te digo. Se trata de una coletilla que algunos usan para, después de haber dado cualquier tipo de explicación, añadir algo que pudiera contrastar con lo que se acaba de decir. Viene a ser algo así como el sin embargo o el no obstante, dos locuciones cuyo significado es añadir una frase de signo contrario a lo que se acaba de expresar. Por ejemplo, no me encontraba bien, no obstante, acudí a la reunión. O, me encontraba perfectamente, sin embargo decidí no ir. Ahora los contagiados dirían algo así como, me encontraba perfectamente, pero también te digo que no acudí a la reunión.

De manera que, gracias a este nuevo virus, desaparece lo que el bien hablante siempre ha usado, el no obstante y el sin embargo, y aparece el también te digo. Ya he confesado que ignoro su origen, pero no me extrañaría que procediera de algún influencer o de algún presentador famoso o quizá de algún político de los de nuevo cuño. Pero lo cierto es que se ha extendido en poco tiempo, de tal forma que no me extrañaría que hubiera llegado para quedarse entre nosotros.

Hace tiempo se puso de moda el para nada, una manera enfática de decir en absoluto. Como todos los virus lingüísticos, apareció de repente, se instaló entre nosotros y ahí está. La expresión más fea no puede ser, pero en esto del habla hay quienes no distinguen entre bonito y horroroso, entre incorrecto y admisible. Como algunos dicen, se entiende, ¿verdad? Para qué corregirlo, según ellos.

Recuerdo que en una ocasión, durante una reunión de amigos que organizábamos periódicamente con modestas pretensiones culturales, alguien sacó este tema. Se discutió, hubo unanimidad en la vulgaridad de la expresión y, cuando íbamos a cambiar de tema, una de las tertulianas dijo: expresiones como esa yo no las digo para nada, lo que originó una carcajada generalizada, a la que ella se sumó. Es que los virus del lenguaje se contagian con facilidad y calan en la mente sin que uno se dé cuenta. Lo malo es que no hay más vacuna que el interés por hablar bien y ya se sabe que de esto queda poco.

He sacado este tema en cierto modo para hacer una confesión personal, la de que hace unos días, en una conversación telefónica con un buen amigo, me sorprendí a mí mismo repitiendo en varias ocasiones lo de también te digo. Tardé en darme cuenta, lo que demuestra que el contagio empezaba a hacer efecto en mi organismo.

Es verdad que para hablar bien sobran los remilgos. Pero cuidar el estilo y no caer en vulgaridades no es demasiado difícil. Sólo se necesita poner un mínimo de interés. Aunque también te digo que no sé por qué me molesto en tener este tipo de preocupaciones, cuando mucho me temo que al común de los mortales le traiga al pairo.

1 de julio de 2024

Recuerdos olvidados 19. Mi primer verano en Castellote. Viaje a lo desconocido

A finales de junio de 1954, cuando vivíamos en Barcelona y yo acababa de terminar el segundo de bachillerato del plan vigente entonces, mis padres decidieron llevarnos a los cuatro hermanos a veranear a Castellote. A mi madre, en el reparto del patrimonio de mis abuelos, le había correspondido una propiedad que fue durante muchas generaciones la casa solar de la rama Miravete a la que pertenezco. A través de los relatos que me habían hecho, yo imaginaba lo que me iba a encontrar, un gran edificio algo destartalado -durante la guerra civil había sido primero cuartel de milicias republicanas y después de tropas franquistas-, rodeado de huertos que pertenecían a la casa y que explotaba como mediero el “tío” Roque, un campesino del pueblo. Pero en realidad me resultaba muy difícil hacerme una idea de cómo sería aquello, porque mi mente infantil propendía a reproducir algún rancho del western de los que veía en las películas de la época. No conocía el mundo rural español y como consecuencia carecía de elementos de comparación.

En un minibús que alquiló mi padre, viajamos mi madre, las muchachas que teníamos entonces -Salud y Paquita- y los cuatro hermanos, además de un sinfín de maletas y de fardos, no en vano con aquel viaje mis padres pretendían poner en marcha una vivienda que había estado abandonada durante muchos años. Recuerdo que cuando nos adentramos en la complicada orografía del Maestrazgo turolense, yo temía encontrarme con alguna banda de maquis, ya que desde el final de la guerra habían estado campando por aquellos montes a sus anchas. No vi a ningún guerrillero, pero si muchas parejas de la Guardia Civil, "naranjero" al hombro, señal inequívoca de que todavía quedaba alguno por aquellos parajes.

La llegada al pueblo creó una cierta expectación. Por aquel entonces la presencia de oriundos que regresaran después de años de ausencia no era frecuente y a mi familia la conocían todos. En el Caballón -así se llama la plaza de entrada a Castellote-, nos esperaba el “tío” Roque. Los coches no podían subir hasta nuestra casa, de manera que cargó todo nuestro equipaje en dos machos y emprendió la subida, algo que todavía recuerdo como si lo estuviera viendo, porque me resultó un tanto pintoresco. Empezaba a adentrarme en el mundo rural de la época y me quedaban muchos descubrimientos por hacer.

La casa me pareció gigantesca. Acostumbrado a vivir en pisos de ciudad, sus ochocientos metros cuadrados, divididos en cuatro plantas, en la más alta lo que se conocía por graneros y en la más baja -con salida al huerto- las cuadras, desbordaron mis expectativas.  En realidad, como de las dos plantas intermedias -las  habitables en aquel momento- sólo una estaba amueblada, en ella nos instalamos, aunque nadie ni nada me impedía corretear por el resto de la casa, huerto, cuadras, graneros y habitaciones vacías, algunas con las paredes llenas de grafitis soldadescos, no todos con contenido para menores. Recuerdo con nitidez la satisfacción que me produjo encontrarme con un escenario tan enorme para nuestros juegos infantiles, todo además dentro de casa, pero sin que nadie te vigilara.

En aquellos tiempos todavía no había agua corriente en el pueblo ni se habían construido las alcantarillas; de manera que había que traer el agua en cántaros desde la fuente más cercana -los lavaderos- y las aguas negras vertían en una fosa séptica, oculta bajo los sembrados del huerto. Sí había luz eléctrica, pero los apagones eran muy frecuentes. Cualquier inclemencia meteorológica nos dejaba a oscuras, algo que nuestras mentes infantiles disfrutaban. Por cierto, una leyenda que circulaba entonces atribuía los cortes de suministro eléctrico a avisos a distancia de la presencia de maquis. Creo que nunca llegué a creerme este bulo -ahora se dice fake news-, porque con doce años ya era capaz de distinguir la realidad de la fantasía.

Lo cierto es que aquel verano fue uno de los más felices de mi vida. Después se sucederían otros muchos, de manera que años tras año fui siendo testigo de como cambiaba el pueblo y de como aquella casa destartalada se iba convirtiendo con el paso del tiempo en una vivienda confortable. Las nuevas generaciones de la familia, los nietos de mis hermanos y los míos, serían incapaces de entender que lo que ahora disfrutan fuera entonces como era.

Pero lo más importante de lo que sucedió aquel verano es que, gracias a la iniciativa de mis padres, se puso en marcha un proyecto ilusionante, el de que las cuatro ramas de la familia pudiéramos compartir cuando quisiéramos un espacio común. Estoy convencido de que la unión y entendimiento que existe entre los miembros de cada una de las generaciones y entre las tres generaciones actuales entre sí tiene como causa la convivencia que disfrutamos de cuando en cuando en la casa de Castellote.

Por eso me gusta recordarlo, aunque lo tenga algo olvidado.

Nota bene: La foto que acompaña este artículo es de Mariupe Alía, una de las artistas de la familia. En ella se aprecia en el centro nuestra casa, rodeada de árboles. El huerto de entonces se ha convertido en un bonito jardín, con más de treinta y cinco árboles frutales y ornamentales.