28 de diciembre de 2024

La otra noche tuve un sueño

Martin Luther King dijo en una ocasión que tenía un sueño. Soñaba con que la comunidad de raza negra de Estados Unidos lograra algún día alcanzar los mismos derechos que gozaba la de los blancos. Sólo eso y lo asesinaron

El mío ha sido distinto, lo advierto, porque confío en que nadie tome represalias. Me encontraba inmerso en una sociedad, ésa a la que llamamos occidental y en ocasiones con altivez el primer mundo, en la que habían desaparecido los prejuicios sociológicos heredados de una historia tachonada de mensajes egoístas y exclusivistas, de predicadores encerrados en sus burbujas de privilegios, de patrioteros vocingleros de mente angosta. Los inmigrantes no morían a centenares intentando alcanzar las costas de sus ilusiones y cuando llegaban eran acogidos como seres humanos y no como peligrosos delincuentes. Los ciudadanos elegían a quién amar y no estaban condicionados por mandamientos religiosos. Las mujeres eran dueñas del destino de sus cuerpos y a sus en ocasiones difíciles decisiones no se añadía el estigma de la intolerancia. Los humanos se miraban directamente a los ojos y los matices del color de su piel no eran más que variaciones de los pigmentos cutáneos que no afectaban a su dignidad como personas. Soñaba que me encontraba en un mundo al que por fin había llegado la civilización y la cultura. La razón se había impuesto sobre las supersticiones.

No oculto que en determinados momentos del sueño me asaltaban dudas, porque tanta belleza tenía que ser imposible. Pero como en aquellos momentos de inconsciencia onírica mi ángel del optimismo vencía a su contrario, al de la amargura, me sobreponía a las dudas y continuaba soñando. Es verdad que me parecía muy extraño, porque hasta soñando es imposible perder por completo el sentido de la realidad. 

Dicen que los sueños son restos del pensamiento alojados en desorden en el cerebro, por lo que no hubiera debido tener ninguna duda de que lo que me imaginaba mientras dormía era cómo me gustaría que las cosas fueran y no cómo son en realidad. También afirman que son válvulas de escape de las aspiraciones utópicas, de los anhelos insatisfechos. Puede ser, no lo voy a negar, que este sueño haya sido por tanto consecuencia de alguna frustración.

Me desperté, intenté recuperar el sentido de la realidad, y enseguida concluí que todo aquello no había sido más que un deseo. Ya por la mañana, cuando oía en la radio las noticias mientras desayunaba, empezaron a llegarme los mismos mensajes de intolerancia a los que estoy acostumbrado, los exabruptos de los Trump y las Meloni, los voceríos de los Orbán y los Bolsonaro, las amenazas de los Putin y los Netanyahu. Pero también los de muchos de mis compatriotas, porque no hay que cruzar fronteras para tropezar constantemente con la intolerancia y la sinrazón.

La otra noche tuve un sueño, pero no fue más que un sueño. 

24 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 31. La tertulia de La Galette

No recuerdo con exactitud la fecha en la que un grupo de amigos y amigas empezamos aquella larga e interesante serie de reuniones quincenales, actividad que denominábamos La tertulia; aunque no creo que me equivoque demasiado si digo que debió de ser a partir de 2008. Empezábamos aproximadamente a las diez y media de la mañana tomando unos cafés en una especie de apartado que había puesto a nuestra disposición el restaurante La Galette, situado en la calle de Bárbara de Braganza de Madrid -hoy desaparecido como todos aquellos lugares que me traigan buenos recuerdos-, y terminábamos con el aperitivo o quedándonos a comer allí o en algún otro lugar cercano. 

Al principio no fue fácil organizarla, porque cuando propuse la idea nadie creía en que aquello pudiera ir adelante. Pero cuando se puso en marcha cundió el interés. Los dos primeros encuentros fueron en el Café Gijón por aquello del mimetismo tertuliano, pero dada la incomodidad y el trasiego humano nos resultaba incómodo. En La Galette, sin gente a nuestro alrededor a esas horas, nos dábamos conferencias los unos a los otros de propósito cultural, invitábamos a "artistas especiales" para que nos las dieran ellos a nosotros y hablábamos y hablábamos. Sólo nos habíamos puesto una condición, la de no entrar en temas políticos, porque no todos teníamos las mismas ideas y por consiguiente para qué crear tensiones.

Los había entusiastas -mi gran amigo José Luis- y convidados de piedra -no doy nombres- que parecían estar allí siempre de mal humor. Pero el ambiente colectivo que se respiraba era el de un grupo de amigos que pretendía mediante la cultura ir un poco más allá de sus contactos habituales. No tratábamos temas excesivamente complejos, sino todo lo contrario. Recuerdo algún invitado hablándonos de la cría del cerdo, a otro sobre el cuidado de sus viñedos, a la joven sobrina de uno de mis amigos contándonos sus experiencias como colaboradora en organizaciones de ayuda humanitaria y a un gran amigo -viajero y no turista- explicando como recorría la India en autobús, con un nativo sentado en el respaldo de su asiento en posición gallinácea. E incluso a un físico explicándonos el universo de las microdimensiones y a una de nuestras tertulianas, brasileña de nacimiento, detallando los interesantes entresijos de su  país. De todo como en botica.

También pasó por allí una poeta que empezaba a abrirse camino en el sendero de la poesía, un actor secundario de cine y teatro, galán sesentón que nos explicó el mundo que se esconde tras las bambalinas sociales de los “cómicos”, y a una actriz madura que había sido compañera sentimental de un conocido actor del cine español y que además de interpretar escribía. Asistimos al estreno de una de sus obras en un céntrico teatro de Madrid, representación que no recuerdo que me causara un gran impacto.

Yo di algunas charlas sobre temas en los que había tenido que profundizar al escribir una de mis novelas. La orden de los Templarios y la expulsión de los moriscos fueron dos de ellas. También, y la recuerdo con cierto cariño porque al prepararla tuve que profundizar en datos que me resultaron muy interesantes, otra sobre los grandes países del mundo en extensión y en población. Pura geografía.

Hicimos varios viajes (Córdoba, Soria, Vitoria, Oviedo, San Sebastián…), escapadas entre la cultura y la diversión, todas interesantes y, debo confesarlo, bien preparadas por los responsables de turno. La de Córdoba concretamente fue un auténtico éxito, gracias al interés de mi amigo y excompañero de trabajo José Luis -otro José Luis-, experto en organizar reuniones numerosas y de complicada logística.

Pero como todo envejece en la vida, hasta la disposición al contacto con los amigos, empecé a notar ciertas desganas, algo de apatía y síntomas de abandono. La tertulia se extinguió porque a unos cuantos les empezó a faltar interés y nunca se debe navegar contra marea. 

Aquella etapa, que duró unos diez años, constituye para mí un periodo interesante. Nos reuníamos, aprendíamos y disfrutábamos. Yo hubiera seguido hasta asistir a la tertulia apoyado en un bastón. 

20 de diciembre de 2024

Otra vez Navidad. La nimiedad de lo intrascendente

Podría haber elegido otro subtítulo, como por ejemplo la insignificancia de lo poco importante, pero entonces hubiera quedado el mensaje muy directo y a mí me gustan los circunloquios retóricos. Porque hoy, aprovechando que estamos en Navidad, pretendo reflexionar sobre un tema que siempre me ha llamado la atención, la trascendencia que le dan algunos a lo banal. Existe un tipo de personas que van por el mundo tomándose demasiado en serio lo que para la mayoría no tiene más importancia que la de pasar un rato, divertirse o dar salida a los malos humores. Su escaso sentido de la realidad social, o quizá su misantropía, les hace convertir lo baladí en relevante, lo insignificante en trascendente.

La vida es ya lo suficientemente enrevesada como para juzgar los comportamientos desenfadados con la misma rigurosidad que algunos católicos, no todos, juzgan los pecados mortales o los jueces, también algunos, las infracciones del código penal.  

Pongamos unos ejemplos. Tomar las uvas para acompañar las campanadas que señalan el inicio de un nuevo año es una costumbre trivial, que lo único que pretende es que el que lo haga se divierta en compañía de familiares o amigos. Renunciar a ello por considerarlo baladí es convertir la nimiedad en trascendencia. Felicitar a los amigos por Navidad sólo es una etiqueta para poner de manifiesto los vínculos afectivos que nos unen a las personas de nuestro entorno. Por tanto, considerar que hacerlo no tiene ningún sentido, porque la felicidad hay que desearla todos los días del año, es dar importancia a lo que no es más que un ritual intrascendente. En este caso, además, una cortesía social muy extendida.

Me quedo con estos ejemplos, inspirados en dos situaciones de las que he sido testigo en alguna ocasión, cuando felicitaba hace tiempo la víspera del día de Navidad a un amigo o cuando le explicaba a otro el rato tan divertido que paso yo todos los años oyendo las campanadas de la Puerta del Sol, mientras me atraganto tomando las uvas con mi mujer, con mis hijos y con mis nietos, entre risas y alborozo intrascendente. Los dos me habían dado su "trascendente opinión".

La vida, afortunadamente, no es una continua sucesión de situaciones determinantes y sustanciales, sino que, por el contrario, para un buen equilibrio mental conviene alternar los momentos serios y profundos con los divertidos y superficiales. En cada situación se debe responder como corresponda, o con la seriedad que requieren los asuntos importantes o con desenfado a los triviales. Los que reaccionan a los intrascendentes con seriedad y circunspección pueden caer en la misantropía; mientras que los que frente a los trascendentes se ponen el mundo por montera corren el riesgo de llegar a la irresponsabilidad.

Hay que ver lo que dan de sí dos anécdotas intrascendentes, la felicitación de Navidad y las uvas de Nochevieja. Puede ser que me hayan sido útiles para mantenerme en el propósito de no confundir nunca lo nimio y trivial con lo importante y fundamental. O para seguir tomando las uvas en Nochevieja y continuar deseando felicidad  a mis amigos en Navidad..

¡Feliz Navidad a todos!

16 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 30. El carrusel de las ostras

 

Supongo que andaría yo por los 38 o quizá los 39 años, así que situémonos en los finales de los setenta del siglo pasado. Mi empresa organizaba unos viajes para ejecutivos de nuestros clientes, bajo el nombre de Study Tour (recorrido de estudios), elegante denominación para una corta excursión de tres días con el propósito de visitar centros de IBM que a nuestro juicio vendieran imagen de solidez empresarial y tecnología de vanguardia.

Los traslados se hacían en un jet privado de la compañía, piloto, copiloto, asistente de vuelo y media docena de pasajeros, entre ellos un representante de nuestra organización comercial, en realidad el responsable directo de que todo funcionara de acuerdo con el plan establecido. Yo tuve la ocasión de disfrutar de aquella interesante experiencia en varias ocasiones. No era fácil, debo de advertirlo, porque surgían con frecuencia problemas de carácter logístico que había que resolver, porque además era necesario engrasar con mucho detalle el enlace con nuestros compañeros de otros países, no siempre conscientes de nuestros propósitos, y porque por si fuera poco los idiomas siempre han sido un serio obstáculo para la comunicación fluida. Al menos para mí, que no me gusta atascarme en los discursos.

Recuerdo que en la ocasión que voy a relatar hicimos dos escalas, una en Montpellier para visitar una fábrica – de discos, si no recuerdo mal- y otra en Niza, donde pernoctamos, con el objeto de que nos enseñaran un laboratorio, el de La Gaude.

En la primera de las localidades, después de la visita nos fuimos los seis a comer a un restaurante de los típicos de la región, en el que el plato principal consistía en ostras. En una mesa redonda, los camareros colocaron en el centro un carrusel giratorio repleto de conchas abiertas del preciado molusco bivalvo, al alcance de todos los comensales, artefacto que hacíamos girar a nuestra conveniencia.

Entre mis responsabilidades, quizá la más importante, estaba la de mantener una conversación lo más continua posible entre nuestros importantes invitados, todos ellos presidentes, consejeros delegados y directores generales. Retengo en la memoria algunos nombres, pero no vienen a cuento.

En estas ocasiones nunca se entra en detalles, sino que se habla de macroeconomía, de índices, de inflaciones e incluso a veces del sexo de los ángeles. Pero lo que es muy importante, y como consecuencia yo estaba obligado a facilitar, era la comunicación entre todos ellos. Los silencios sobrevenidos nunca son recomendables en el mundo de los negocios.

Pues bien, como ya he dado a entender arriba, a mí las ostras me encantan. Empezamos a comer, el condumio y la conversación circulaban por los cauces adecuados, yo hablaba y no paraba, sonreía cuando era necesario, ponía cara de admiración si el guion me lo exigía y animaba a los más reticentes a que no perdieran el ritmo. Era lo que tenía que hacer y para eso estaba allí.

De repente en alguna pausa involuntaria miré mi plato. Estaba a rebosar de conchas, amontonadas en orden -el desorden siempre me ha deprimido-, pero al mismo tiempo a un tris del derrumbe. Miré los de los demás y observé que alguno estaba vacío y que en los otros sólo había dos o tres solitarios caparazones. Busqué una salida digna a mi indignidad gastronómica y sólo se me ocurrió decir algo así como, "deberíais haberme advertido de que no os gustaban las ostras y hubiéramos pedido otra cosa". Entonces, el que en cierto modo parecía el decano del grupo, un hombre de pelo canoso, voz algo engolada y ademanes refinados, me miró por encima de sus gafas y contestó: pero sin embargo parece que a ti te encantan.

En la vida de los negocios ocurren situaciones verdaderamente chocantes. Por mucho que uno esté entrenado para hacer las cosas correctamente siempre aparecerán imprevistos. Yo en aquella ocasión tomé una drástica decisión, la de no volver a tomar ostras jamás en presencia de un cliente.

A partir de ese momento sólo me atrevía, y siempre con mucho cuidado, a pedir mejillones en los alrededores de la Grand Place de Bruselas, aunque no sea lo mismo. Pero sin pasarme nunca de la media docena que marcan los cánones.

12 de diciembre de 2024

La injuria manifiesta y el irónico desprecio

Quienes lean estas ocurrencias mías habrán observado que intento guardar una cierta frecuencia al publicarlas. Suelen ser periodos de cuatro día, que a veces se convierten en cinco por la molicie y otras en tres por la impaciencia. Esta vez la idea me bulle en la sangre.

El otro día, mientras desayunaba, tuve ocasión de oír la primera pregunta que el señor Núñez Feijóo le hacía al señor Sánchez durante el último debate de control del gobierno de la nación. Como suele ocurrir en estos casos, en realidad no fue una pregunta sino una retahíla de acusaciones y, como siempre, en el estilo menos parlamentario y más macarra que yo haya oído a un político en mi vida. Entre otras lindezas soltó la siguiente frase: estas Navidades sentará usted a su mesa a dos imputados. Cuando el presidente del gobierno contestó a la gentileza, lo primero que le dijo fue: ¡Vaya, señor Feijóo, ha venido usted hoy muy flojo! O algo así, porque no tomé nota.

El asunto anterior lo dejo aquí, porque creo que poco hay que añadir a este aburrido acoso de la oposición, que ni pregunta por el empleo ni por el déficit ni por los niveles de los alquileres ni por nada que le preocupe de verdad a los españoles. Siembra odio y espera recoger triunfos. Pero me sirve de introducción a una reflexión sobre las respuestas inteligentes a las impertinencias necias. Cada vez estoy más convencido de que a éstas nunca hay que contestar con el mismo estilo, sino cambiar el tono y utilizar la ironía. Lo digo arriba: frente a la injuria, la ironía.

La verdad es que yo pocas injurias he recibido en mi vida, no sé si porque no he dado lugar a ello o porque no ha habido ocasión. Pero siendo temperamental como soy -es cuestión de genes- mucho me temo que no sabría contestar con la serenidad precisa. Manolo, un amigo mío, muy ocurrente y castizo él, en ciertas situaciones contestaba déjalo “pa prao”, supongo que una simpática expresión asturiana adquirida en sus tiempos de ingeniero en las minas de carbón. Pues bien, yo a lo más que llegaría ahora sería a contestar como lo hacía él.

El ingenio, la agudeza, la ironía, el sentido de la oportunidad y, sobre todo, el humor, no deberían estar nunca ausentes en una discusión, por agresiva y corrosiva que ésta sea. Pero eso es algo que forma parte del talento de cada uno y que no es fácil adquirir mediante entrenamientos. Enzarzarse en discusiones suele ser estéril, además de una manera de realimentar las injurias del contrario. Lo mejor es salirse por la tangente y dejarlo “pa prao”.

Ahora bien, después de lo que he oído en el debate citado, voy a ver si me entreno. Por lo menos quiero intentarlo, porque me ha parecido una respuesta inteligente a un comentario necio y torticero, de esos de mala leche. Yo, cuando estudiaba primaria tenía una asignatura que se llamaba Urbanidad y en la que te enseñaban modales. Como el señor Núñez Feijóo es bastante más joven, es posible que a él no le llegaran aquellas inestimables recomendaciones porque cambiara el plan de estudios. Pero, como dijo su compañero de partido en la mesa del Congreso, ¡manda huevos!

Lo dejo aquí porque en cuanto me descuido vuelvo a  lo que no quiero, al contragolpe en vez de a la ironía y la sutileza. Pero es que para esto último puede que no sirva. Al menos de momento, porque, ya lo he dicho, voy a entrenarme con ahínco.

9 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 29. El juego de las banderas de señales

 

Esto que voy a contar a continuación sucedió cuando yo tenía once o doce años y vivía con mis padres en el Hospital Militar de Barcelona, una de las épocas más felices de mi infancia, porque aquel enorme recinto, plagado de pabellones para enfermos y con todo tipo de instalaciones diseminadas entre grandes jardines, era un escenario ideal para nuestros juegos infantiles. No era necesario salir de allí para disponer de todo aquello que necesita un niño.

Un día, cuando deambulaba yo por los jardines del hospital en compañía de algunos amigos, se nos acercó un cabo primero completamente uniformado, casco y correaje incluidos, algo inusual en aquel lugar, donde lo normal era ver batas blancas. Nos saludó y nos preguntó si vivíamos allí. Era el jefe del retén que custodiaba a los enfermos que cumplían algún tipo de condena carcelaria. Entre el medio millar de hospitalizados siempre había algún preso, por lo que todos los días se enviaba desde cualquiera de los cuarteles de la ciudad un pequeño destacamento para asegurar su custodia.

Aquel militar, que andaría por los veintitantos, quería que le enseñáramos el recinto para hacerse una idea de por dónde podría fugarse un preso. Era la primera vez que cumplía con aquella obligación y, según nos dijo, no sería la última. Supongo, esto lo he pensado mucho después, que aquel joven estaba aburrido y que con el paseo estiraba las piernas y combatía el tedio. Pero lo cierto es que nos cayó a todos muy bien, hicimos buenas migas y a partir de entonces nos buscaba cada vez que le encomendaban el mando del destacamento de turno.

Cuento esto, porque un día se presentó con dos banderas de señales, de esas que, sujetas una con cada mano y colocando los brazos en diferentes posiciones, permiten mediante un código tipo morse enviar mensajes a distancia. A partir de entonces, los de nuestra pandilla, formada por algo más de media docena de chicos y chicas, nos convertimos en atentos alumnos de unas clases muy entretenidas, de cuyas enseñanzas pensábamos sacarle partido en nuestros juegos infantiles.

He intentado con ayuda de Internet buscar referencias que me ayudaran a recordar los colores de las banderas y el código de letras. Pero no estoy seguro de haber encontrado lo que, muy borrado por el paso del tiempo, retiene mi memoria. Lo más parecido es algo que se denomina Código Semáforo y que, según leo, se usa en las marinas. Las banderas que recuerdo eran una blanca y otra roja y las de este código son iguales, formadas las dos por un triángulo rojo y otro blanco. Además, quien nos enseñaba cómo utilizarlas no era un marino sino un militar del arma de transmisiones.

Aquellas enseñanzas se convirtieron en la base de un nuevo juego, el de las banderas de señales, con las que nos transmitíamos mensajes de un lugar a otro del hospital, ante los ojos sorprendidos de quien nos viera. Supongo, no lo recuerdo bien, que con el tiempo decaería nuestro interés por aquel entretenimiento, para ser sustituido inmediatamente por cualquier otro. El escenario, ya lo he dicho, no podía ser más apropiado para dar rienda suelta a nuestras calenturientas imaginaciones.

Aquellos si eran juegos y no estos de ahora de las PlayStation. Tengo la sensación de que el mundo de los entretenimientos se está deteriorando a una velocidad increíble. Aunque puede que esta última lamentación sea consecuencia de mi edad, a pesar de que intento llevarla bien o, al menos, con resignación.

6 de diciembre de 2024

Resistir no es gobernar

 

Hace unos días meditaba yo en estas páginas sobre la enfermiza obsesión de la oposición con Pedro Sánchez. Hoy voy a reflexionar acerca de la consigna socialista de resistir, que no sé si ha nacido en el seno del propio PSOE o se trata de una más de las maledicencias de la oposición.

A mí esta expresión no me gusta por lo que significa. Resistir suele llevar aparejada una cierta inactividad, porque el que resiste en política no tiene tiempo para hacer otra cosa que no sea contrarrestar las embestidas del adversario. Por tanto, si este gobierno adoptara la estrategia de la resistencia frente a los ataques conservadores, se resentirían las iniciativas políticas, dejaría de alimentar el boletín oficial con nuevas leyes progresistas y sería el principio del fin.

Una cosa es que la estrategia elegida por la oposición conservadora sea la de acoso y derribo -ya lo hicieron con Felipe González- y otra muy distinta que el gobierno establezca una política de resistencia a ultranza y abandone la gobernanza. Lo primero, la desazón de los conservadores por no poder gobernar está ahí y es una realidad con la que el gobierno tiene que contar. Pero si en vez de seguir impulsando políticas de progreso entra en la dinámica de la resistencia, apaga y vámonos, como diría un castizo.

Yo creo que es ahora más que nunca cuando el gobierno está obligado a redoblar sus esfuerzos para sacar leyes progresistas adelante, en vez de dar la sensación de que se ha atrincherado y que se limita a devolver los golpes. Sus votantes no lo entenderían y empezarían a mirar para otro lado. Los aliados del PSOE dejarían de apoyarlo, temiéndose que si siguen junto a ellos se vean arrastrados por la caída de los socialistas. Pero sobre todo la derecha y la ultraderecha empezarían a tener argumentos que ahora no tienen para hacer oposición contra el gobierno y ya no se verían obligados como ahora a utilizar argumentos judiciales sin pruebas.

Es verdad que de este congreso socialista ha salido la consigna de redoblar esfuerzos, de cargarse las pilas y de ir a por todas. Pero no lo es menos que si esta intención se queda sólo en palabras, una parte de la sociedad lo interpretará como un cierre de filas para resistir. Si el PSOE quiere recuperar credibilidad, tiene que empezar a dar muestras de nuevos bríos, cuanto antes mejor. 

Una vieja frase que a mí me gusta utilizar de vez en vez es que en ocasiones hay que mover el árbol para que se caigan las hojas secas. Encierra un mensaje que los socialistas están obligados a cumplir de inmediato si quiere seguir gobernando. En su estructura hay muchas hojas secas, demasiada rémora orgánica y bastante estanqueidad organizativa. No es fácil romper esta dinámica, porque las deslealtades siempre estarán al acecho, unas veces por razones ideológicas y otras por intereses espurios. Pero peor que las deslealtades son las incompetencias. A los desleales se le puede neutralizar con facilidad, mientras que a los incompetentes hay que eliminarlos políticamente aunque a veces no sea fácil. Están ocupando puestos de responsabilidad que podrían estar en manos de personas mucho más aptas.

Ignacio de Loyola dijo aquello de que en tiempos de tribulación no hacer mudanzas. Pero esa consigna, que me parece prudente pero muy conservadora, no se puede convertir en el leitmotiv de un partido político progresista. Es cierto que hay tribulación, pero ello no debe impedir hacer mudanzas urgentes. 

De la misma forma que el otro día opinaba yo que el PP con su política de acusaciones infundadas puede terminar favoreciendo a Sánchez, hoy me atrevo a decir que o el PSOE incorpora nuevos valores en su estructura para reforzar las iniciativas o Feijóo acabará aprovechando la situación de inmovilidad de su adversario.

2 de diciembre de 2024

Obsesiones enfermizas

Vaya por delante que estoy completamente seguro de que no todos los que lean lo que viene a continuación compartirán mi punto de vista. Pero como mi propósito cuando escribo aquí es explicar mi valoración sobre todo aquello que me rodea, voy a desarrollar la idea que hoy me ha sentado frente al ordenador.

La sensación que a mí me da cuando oigo las invectivas de los líderes de la oposición contra Pedro Sánchez es que padecen una obsesión en grado superlativo, una fijación mórbida, enfermiza y patológica. No hablan de él como político, sino como si fuera el enemigo público número uno. No censuran sus iniciativas políticas, sino que se enredan en acusaciones indemostradas y puede que indemostrables. No utilizan un lenguaje político o un estilo parlamentario, sino la más vulgar de las retóricas barriobajeras. No proponen ninguna alternativa, sino simplemente le piden que se vaya, que dimita, que les deje el campo libre. En definitiva, no hacen oposición democrática, sino tan sólo gritan, tan fuerte como pueden y con tanta mala baba como son capaces.

A mí esa actitud me parece tan ridícula, tan pueril y sobre todo tan inútil, que he llegado a la conclusión de que en vez de perjudicar al objeto de sus desvelos lo están favoreciendo con tanta monserga, porque salvo a sus incondicionales, y a éstos no hay que convencerlos, al resto de los españoles les tiene que sorprender un estilo tan descarnado y tan vulgar. El otro día, sin ir más lejos, el señor Feijoo, en un alarde de ocurrencia sobrevenida, le dijo a Sánchez desde el atril de un mitin que ya no le pedía que se fuera, sino que esperaría a que las urnas lo "echaran" democráticamente. A mí me parece que el subconsciente traicionó al líder conservador, porque si antes no confiaba en que el juego democrático decidiera el futuro político del presidente del gobierno, ¿a qué se refería cuando gritaba que los españoles lo iban a echar?

Por otro lado, las contradicciones en que caen con tanto acaloramiento son llamativas. Acusan a Sánchez de totalitario, de usurpar las instituciones, y al mismo tiempo confían en que las urnas, las únicas capaces de cambiar o mantener gobiernos democráticos, quiten a Sánchez de en medio. Puede ser, no lo descarto, que por fin hayan llegado a la conclusión de que hay legislatura para rato y hayan decidido cambiar de estrategia.

Además, en su desesperación cometen errores políticos de bulto. El empeño que pusieron en evitar que Teresa Rivera fuera nombrada vicepresidenta del ejecutivo europeo se quedó en agua de borrajas, porque la desfachatez que se sacaron de la manga para tapar la ineptitud de su compañero de filas el señor Mazón se convirtió en un auténtico fracaso. No sé con qué cara tratarán ahora a la presidenta Úrsula von der Leyen ni con que fuerza moral hablarán a partir de este momento con sus colegas europeos. Un auténtico fracaso político que Feijóo ha convertido, gracias a sus obsesiones patológicas, en un éxito rotundo de Sánchez.

En un estado democrático se gobierna cuando se tiene el respaldo social suficiente. Feijóo, que llegó a decir en un alarde de ingenuidad política que no era presidente porque no quería, no lo tiene, aun contando con el apoyo de la ultraderecha. Pero en vez de reconocerlo, y en consecuencia hacer una oposición inteligente pensando en las elecciones de 2027, ha optado por el berrinche y por las maniobras descalificadoras.

Yo creo que sería bueno que reflexionaran, que censuraran sin apasionamiento las capacidades del gobierno actual, pero que al mismo reconocieran que están más solos que lo han estado nunca. Porque de otra manera, están favoreciendo sin querer a su enemigo público número uno.

Así, señores de la oposición, no van ustedes a ningún sitio y tendrán que esperar tres años más. Entonces, cuando llegue el momento, ya se verá qué sucede. Y, suceda lo que suceda, será lo que los ciudadanos hayan decidido.