Un día, cuando deambulaba yo por los jardines del hospital en
compañía de algunos amigos, se nos acercó un cabo primero completamente
uniformado, casco y correaje incluidos, algo inusual en aquel lugar, donde lo normal era ver batas blancas. Nos saludó
y nos preguntó si vivíamos allí. Era el jefe del retén que custodiaba a los
enfermos que cumplían algún tipo de condena carcelaria. Entre el medio millar
de hospitalizados siempre había algún preso, por lo que todos los días se enviaba desde cualquiera
de los cuarteles de la ciudad un pequeño destacamento para asegurar su custodia.
Aquel militar, que andaría por los veintitantos, quería que
le enseñáramos el recinto para hacerse una idea de por dónde podría fugarse un
preso. Era la primera vez que cumplía con aquella obligación y, según nos
dijo, no sería la última. Supongo, esto lo he pensado mucho después, que aquel
joven estaba aburrido y que con el paseo estiraba las piernas y combatía el
tedio. Pero lo cierto es que nos cayó a todos muy bien, hicimos buenas migas y
a partir de entonces nos buscaba cada vez que le encomendaban el mando del
destacamento de turno.
Cuento esto, porque un día se presentó con dos banderas de señales, de esas que, sujetas una con cada mano y colocando los brazos en diferentes posiciones, permiten mediante un código tipo morse enviar mensajes a distancia. A partir de entonces, los de nuestra pandilla, formada por algo más de media docena de chicos y chicas, nos convertimos en atentos alumnos de unas clases muy entretenidas, de cuyas enseñanzas pensábamos sacarle partido en nuestros juegos infantiles.
He intentado con ayuda de Internet buscar referencias que me ayudaran a recordar los colores de las banderas y el código de letras. Pero no estoy seguro de haber encontrado lo que, muy borrado por el paso del tiempo, retiene mi memoria. Lo más parecido es algo que se denomina Código Semáforo y que, según leo, se usa en las marinas. Las banderas que recuerdo eran una blanca y otra roja y las de este código son iguales, formadas las dos por un triángulo rojo y otro blanco. Además, quien nos enseñaba cómo utilizarlas no era un marino sino un militar del arma de transmisiones.
Aquellas enseñanzas se convirtieron en la base de un nuevo
juego, el de las banderas de señales, con las que nos transmitíamos mensajes de un lugar a
otro del hospital, ante los ojos sorprendidos de quien nos viera. Supongo, no
lo recuerdo bien, que con el tiempo decaería nuestro interés por aquel
entretenimiento, para ser sustituido inmediatamente por cualquier otro. El escenario, ya lo he
dicho, no podía ser más apropiado para dar rienda suelta a nuestras calenturientas
imaginaciones.
Aquellos si eran juegos y no estos de ahora de las PlayStation. Tengo la sensación de que el mundo de los entretenimientos se está deteriorando a una velocidad increíble. Aunque puede que esta última lamentación sea consecuencia de mi edad, a pesar de que intento llevarla bien o, al menos, con resignación.
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