Supongo que andaría yo por los 38 o quizá los 39 años, así que situémonos
en los finales de los setenta del siglo pasado. Mi empresa organizaba unos
viajes para ejecutivos de nuestros clientes, bajo el nombre de Study Tour (recorrido
de estudios), elegante denominación para una corta excursión de tres días con
el propósito de visitar centros de IBM que a nuestro juicio vendieran imagen de
solidez empresarial y tecnología de vanguardia.
Los traslados se hacían en un jet privado de la compañía,
piloto, copiloto, asistente de vuelo y media docena de pasajeros, entre ellos
un representante de nuestra organización comercial, en realidad el responsable
directo de que todo funcionara de acuerdo con el plan establecido. Yo tuve la ocasión de disfrutar de
aquella interesante experiencia en varias ocasiones. No era fácil, debo de
advertirlo, porque surgían con frecuencia problemas de carácter logístico que
había que resolver, porque además era necesario engrasar con mucho detalle el enlace
con nuestros compañeros de otros países, no siempre conscientes de nuestros
propósitos, y porque por si fuera poco los idiomas siempre han sido un serio obstáculo para la
comunicación fluida. Al menos para mí, que no me gusta atascarme en los
discursos.
Recuerdo que en la ocasión que voy a relatar hicimos dos
escalas, una en Montpellier para visitar una fábrica – de discos, si no
recuerdo mal- y otra en Niza, donde pernoctamos, con el objeto de que nos
enseñaran un laboratorio, el de La Gaude.
En la primera de las localidades, después de la visita nos
fuimos los seis a comer a un restaurante de los típicos de la región, en el que
el plato principal consistía en ostras. En una mesa redonda, los camareros
colocaron en el centro un carrusel giratorio repleto de conchas abiertas del preciado
molusco bivalvo, al alcance de todos los comensales, artefacto que hacíamos
girar a nuestra conveniencia.
Entre mis responsabilidades, quizá la más importante, estaba
la de mantener una conversación lo más continua posible entre nuestros
importantes invitados, todos ellos presidentes, consejeros delegados y
directores generales. Retengo en la memoria algunos
nombres, pero no vienen a cuento.
En estas ocasiones nunca se entra en detalles,
sino que se habla de macroeconomía, de índices, de inflaciones e incluso a
veces del sexo de los ángeles. Pero lo que es muy importante, y como
consecuencia yo estaba obligado a facilitar, era la comunicación entre todos
ellos. Los silencios sobrevenidos nunca son recomendables en el mundo de los
negocios.
Pues bien, como ya he dado a entender arriba, a mí las
ostras me encantan. Empezamos a comer, el condumio y la conversación circulaban por los cauces adecuados, yo hablaba y no paraba, sonreía cuando era necesario,
ponía cara de admiración si el guion me lo exigía y animaba a los más
reticentes a que no perdieran el ritmo. Era lo que tenía que hacer y para eso
estaba allí.
De repente en alguna pausa involuntaria miré mi plato.
Estaba a rebosar de conchas, amontonadas en orden -el desorden siempre me ha
deprimido-, pero al mismo tiempo a un tris del derrumbe. Miré los de los demás
y observé que alguno estaba vacío y que en los otros sólo había dos o tres
solitarios caparazones. Busqué una salida digna a mi indignidad gastronómica y
sólo se me ocurrió decir algo así como, "deberíais haberme advertido de que
no os gustaban las ostras y hubiéramos pedido otra cosa". Entonces, el que en cierto
modo parecía el decano del grupo, un hombre de pelo canoso, voz algo engolada y
ademanes refinados, me miró por encima de sus gafas y contestó: pero sin embargo parece que a ti te encantan.
En la vida de los negocios ocurren situaciones
verdaderamente chocantes. Por mucho que uno esté entrenado para hacer las cosas
correctamente siempre aparecerán imprevistos. Yo en aquella ocasión tomé una drástica
decisión, la de no volver a tomar ostras jamás en presencia de un cliente.
A partir de ese momento sólo me atrevía, y siempre con mucho cuidado, a pedir mejillones en los alrededores de la Grand Place de Bruselas, aunque no sea lo mismo. Pero sin pasarme nunca de la media docena que marcan los cánones.
Jajaja. ¡Nunca he sido capaz de comer una ostra. El aspecto me echa para atrás. Sé que está mal, pero no lo he podido evitar. Con los mejillones ningún problema.
ResponderEliminarFernando
Fernando, no sabes cómo siento que no te gusten las ostras. Pero tranquilo, porque nadie es perfecto.
EliminarNo es que no me gusten, es que no he sido capaz de probarlas. Prometo probarlas si un día nos volvemos a juntar.
ResponderEliminarFernando
Claro que nos juntaremos.
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