Atardecer en Zaragoza
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Quizá el motivo que nos ha llevado a mi mujer y a mí en esta ocasión a pasar tres días en Zaragoza haya sido el complejo que advierto de que, a pesar de haber nacido en aquella ciudad, apenas la conozco. He ido muchas veces, es cierto, pero casi siempre de paso y con tan poco tiempo libre que las impresiones que he recibido han sido muy superficiales.
En esta ocasión nuestro propósito era patear la ciudad para conocerla tan a fondo como fuéramos capaces, y también visitar alguno de sus lugares más emblemáticos, sólo unos cuantos, porque son tantos que serían necesarios muchos días para recorrerlos todos.
Cuando uno observa el plano de Zaragoza, descubre casi por intuición las sucesivas ampliaciones que la ciudad ha ido sufriendo a lo largo de su historia. Como en todas las grandes aglomeraciones urbanas, los barrios primitivos han permanecido estables en extensión a lo largo de siglos, de manera que para distinguir las sucesivas civilizaciones que los han poblado hay que recurrir a excavaciones arqueológicas.
En Zaragoza esa zona está formada por un rectángulo casi perfecto, uno de cuyos lados se apoya en la orilla derecha del río Ebro, mientras que los otros tres están constituidos por la Avenida de Cesar Augusto y los dos tramos del codo que forma el Coso, espléndidas calles que circunvalan y encierran la ciudad antigua. El trazado de estas vías se corresponde con el de las antiguas murallas romanas de Caesaraugusta, cuyos resto aparecen de vez en vez entre el caserío de la ciudad.
Adosado a este recinto, y envolviéndolo por tres de sus cuatro lados, se alza el ensanche de finales del XIX y principios del XX, donde el elegante Paseo de la Independencia se abre como una espina dorsal que lo atravesara de norte a sur. Los edificios en esta zona son completamente distintos de los que se aprecian en el casco antiguo, de mayor altura, lujosos portales y balconadas estilosas, que jalonan calles anchas y bien trazadas, entre las que de cuando en cuando se alberga alguna plaza, pequeña como la de Santa Engracia o de grandes proporciones como la de Los Sitios.
Y rodeando a este segundo recinto nuevas ampliaciones urbanísticas que se derraman a uno y otro lado del río Ebro, zonas que crecen día a día de forma imparable y que han convertido a Zaragoza en una gran ciudad.
En esta ocasión hemos paseado durante horas por las dos primeras zonas y hemos entrado en algunos de sus museos y de sus iglesias, y también comido y cenado en unos cuantos de sus restaurantes, desde tascas de ambiente alborozado de las que proliferan en El Tubo, hasta algún establecimiento de mayores pretensiones gastronómicas.
Pero como entrar en detalles sobre cada uno de estos aspectos puede llevar algún tiempo y algunas líneas, voy a dejarlo hoy aquí y ya volveré a la carga en otro momento.