Supongo, aunque seguro no estoy, que ya he escrito en alguna ocasión en este blog que callejear por Madrid se ha convertido en mí en una costumbre ineludible, en una auténtica adición. Me refiero a pasear por sus calles sin propósito concreto, simplemente por el placer de ver lo que me encuentre. Pero no todos los distritos de la capital me atraen por igual. Las zonas que en realidad me fascinan son las que podríamos llamar antiguas, aunque el término antigüedad aplicado a las calles de una ciudad es un tanto impreciso, ya que no hay un lugar en ellas que no haya ido cambiando a lo largo del tiempo y, por tanto, perdiendo mucho de su pasado. Lo diré entonces con otras palabras: a mí lo que me interesa de Madrid es el centro, el intrincado laberinto de calles trazadas en su momento sin responder a planes preconcebidos de urbanismo. La perpendicularidad y el paralelismo de los sucesivos ensanches me aburren, porque todos ellos me parecen cortados por el mismo patrón, incluido aquel en el que vivo. Pero afortunadamente ese centro es tan extenso, que por mucho que repita mis paseos siempre descubro algo nuevo.
El otro día íbamos mi mujer y yo deambulando por el Paseo del Prado, (¡por qué se habrá perdido el nombre original de Salón del Prado!), frente al museo Thyssen, cuando observé que una nube de ciclistas circulaba a velocidad moderada por uno de sus laterales. Cuando prestamos más atención, pudimos comprobar que se trataba de adolescentes, posiblemente escolares de enseñanza secundaria o bachillerato, todos con el reglamentario casco y el chaleco amarillo fluorescente. Entre ellos, algunos adultos –aunque jóvenes también -, sin lugar a dudas profesores que con sus miradas atentas y algún grito que otro ponían orden entre la acalorada riada de escolares. El tráfico estaba cortado y sólo podía verse en la calzada la algarabía juvenil, alegre y disciplinada, y en las aceras los paseantes como nosotros que contemplaban con asombro la manifestación, mitad deportiva y mitad festiva, que cruzaba ante sus miradas.
Cuando descubrimos que a la altura de Neptuno cambiaban de sentido y regresaban en dirección a Cibeles, decidimos seguir los pasos de la comitiva y averiguar algo más sobre ella. Enseguida comprobamos que se dirigían a Correos, hoy sede del ayuntamiento de Madrid y, por tanto, lugar de trabajo de su alcaldesa, Manuela Carmena. Allí se disolvería la concentración y se formarían varias comitivas, cada una en una de las direcciones de la rosa de los vientos, para que en ellas los escolares regresaran, también pedaleando, a sus colegios respectivos. Pero antes, pudimos ver como la corregidora bajaba de su despacho, subía a una tribuna preparada a tal efecto y se dirigía al millar de jóvenes ciclistas con palabras sencillas, inteligibles y carentes por completo de inútil prosopopeya. Entre sus mensajes se me quedó grabado el de que colaboraran con el ayuntamiento a fomentar el uso del trasporte público, porque la ciudad de Madrid corría el riesgo de convertirse en una urbe irrespirable. Mientras tanto, el tráfico en los carriles centrales se había reanudado y una masa impresionante de vehículos, como si se propusiera apoyar con su ruidosa presencia la advertencia de la alcaldesa, volvía a lanzar al aire la ponzoña de sus motores de explosión. Una imagen de contraste con la tranquila presencia de los ciclistas.
Como el propósito de esta reflexión no es otro que explicar por qué me gusta pasear por Madrid, lo dejo aquí. Quizá otro día hable de bicis en la ciudad, de contaminación ambiental, de iniciativas municipales o de tantas otras cosas que me sugiere lo arriba escrito. Pero hoy aquí me quedo, en que callejear por la ciudad representa para mí una inagotable caja de sorpresas, porque cada día descubro cosas distintas, todas interesantes, por nimias que sean. O por lo menos a mí me lo parecen.
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