12 de septiembre de 2016

Una de política ficción (Cataluña independiente)

Cuando uno no quiere que suceda algo le resulta muy difícil ponerse en la situación no deseada. Sin embargo, desde mi punto de vista, esa actitud adolece de un gran defecto, el de la incapacidad intelectual de medir las exactas consecuencias que tendría el que sucediera lo que uno no desea que suceda. Ese es el caso de muchos españoles, que más allá de los tópicos, generalmente usados con carácter disuasorio, nunca nos ponemos a pensar qué podría ocurrir si realmente Cataluña llegara algún día a ser independiente de España. Hoy voy a dedicarle unos minutos a elucubrar sobre esta teórica eventualidad. Procuraré, además, hacerlo sin prejuicios, aunque es conocido que éstos son como las manchas en la piel, que a veces afloran sin que uno sepa por qué y sin que nada pueda hacer para evitarlo.

Con objeto de simplificar, voy a dividir las consecuencias en dos categorías, la primera de carácter sentimental y la segunda de trascendencia económica. Sé que se trata de una clasificación más que simple simplista, pero para mí propósito pudiera servir perfectamente. En la primera englobaré todas aquellas que tengan que ver con los sentimientos, sean estos personales, familiares o colectivos, y en la segunda las que pudieran estar relacionadas con el bolsillo de los ciudadanos. En cualquier caso, y como premisa, basaré mi reflexión en que ambas partes, la catalana y la española, hubieran pactado previamente la separación y, como consecuencia, se habrían adoptado por las dos partes todas las medidas necesarias para evitar en lo posible traumas y descalabros. Pongo esta condición como preliminar, porque no me cabe en la cabeza que pudiera ser de otra manera.

Somos muchos los españoles no catalanes que tenemos amigos y familiares catalanes y viceversa. Es más, es sabido que en Cataluña una gran parte de la población desciende de no catalanes, mantiene el castellano como idioma familiar y visita sus pueblos de origen con frecuencia. Pues bien, no se me ocurre pensar que tras la independencia alguien se viera obligado a perder el trato con sus amigos ni a negar los vínculos familiares. Estoy completamente convencido de que las cosas seguirían exactamente igual que ahora, más allá de alguna broma sobre la nueva situación. Las fronteras permanecerían tan abiertas como lo están en este momento, los teléfonos, salvo algún cambio de prefijo, nos unirían de la misma forma que nos unen en la actualidad y las comunicaciones ferroviarias y aéreas no sufrirían cambio alguno, salvo pequeñas variaciones de carácter administrativo, más curiosas que prácticas. Ni los españoles ni los catalanes notaríamos que hubieramos cruzado al otro lado de la línea imaginaria, al menos nada distinto de lo que ahora percibimos.

En cuanto al mundo económico, si vivimos en la globalidad y no hay quien pare la tendencia, a quién se le puede ocurrir que la posible independencia fuera a quebrar la situación. En España se seguiría comprando sanitarios de Roca y comiendo butifarra del Ampurdán, y en Cataluña consumiendo uvas de Almería y utilizando camiones Iveco, siempre y cuando fabricantes y recolectores cumplieran con los requisitos del mercado, es decir, con las exigencias de los consumidores, que -torpes y ridículos boicots aparte- son independientes del origen del producto. Las empresas que no fueran ya multinacionales adquirirían inmediatamente este carácter y las sucursales que hubieran quedado al otro lado de la frontera pasarían a ser filiales exteriores de la matriz. Los empleados dirían mi jefe es español o catalán, según el caso, como ahora muchos dicen que quien los dirige es francés, alemán o británico, a pesar de que trabajen en Madrid o en Barcelona, en Carrión de los Condes o en Sant Sadurní d´Anoia. 

Todo lo demás lo pongo aparte, porque sería entrar en política y hoy no quiero. Prefiero dejarlo en pura elucubración, en divagación intrascendente. Tiempo habrá para lo otro.

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