A mí, que no soy jurista, la pena dictada por los jueces en el juicio a los violadores de Pamplona me ha parecido del todo insuficiente. Lo digo de antemano, para después hacer algunas reflexiones que quizá parezcan contradictorias con el comentario inicial. Porque, desde mi punto de vista, lo que está sucediendo tras conocerse la sentencia tiene poca explicación en un país que se considere civilizado. Por un lado las masas estableciendo juicios paralelos sin respeto a los cauces legales -que por cierto en este caso no se han agotado definitivamente-, y por otro el gobierno, consciente de la impopularidad de la sentencia, alimentando la hoguera populista con la vista puesta en los posibles réditos electorales que les pueda otorgar ponerse en contra de la decisión de los jueces. Pero vayamos por partes.
No voy a entrar en la clasificación penal del delito, en el nomen iuris al que se refieren los entendidos, entre otras cosas porque no es el propósito de esta entrada. Me voy a limitar a tratar el asunto desde la perspectiva del profano, que aquí y ahora es la que me interesa. Entiendo, cómo no, la protesta feminista, porque suponer que no ha habido violencia es mucho suponer. No parece que una chica, con una tasa de alcohol muy alta en su cuerpo, encerrada por cinco energúmenos en un portal de pequeñas dimensiones, pueda escapar del acoso de sus atacantes. La situación implica, por sus circunstancias, un grado de violencia real, aunque no haya habido empleo de la fuerza física por innecesario.
Pero el que las cosas sean así de evidentes no justifica la generalización. Cuando oigo gritar la justicia es una mierda me indigno, porque significa un ataque indiscriminado a una de las instituciones clave del estado de derecho, al conjunto de profesionales a los que la sociedad ha encargado que imparta justicia. Vilipendiar el nombre de la judicatura entera por un caso particular, sólo puede justificarse bajo la óptica de la ira popular, que se mueve por impulsos emotivos, sin detenerse a considerar aspectos racionales. Puedo entender la rabia, pero no la justifico.
Lo del gobierno ya es otra cosa. Ni entiendo su actitud ni la puedo justificar. Que en un estado democrático el poder ejecutivo cuestione la labor del poder judicial es peligroso en extremo, porque pone de manifiesto un desequilibrio institucional impropio de una democracia consolidada. El ministro de Justicia, en vez de contribuir a apaciguar a las masas con razonamientos comprensibles por todos, parece como si intentara soliviantarlas, sólo porque cree que con esa actitud se pone a favor de la corriente mayoritaria para así ganar votos. Una irresponsabilidad manifiesta. Cuando escribo esto, cinco asociaciones de jueces y tres de fiscales -la judicatura al completo- de todas las tendencias políticas están pidiendo su dimisión, acusándolo de temeridad e injerencia, una situación que escenifica perfectamente el deterioro institucional que estamos sufriendo. El asunto no es en absoluto baladí.
El gobierno dispone de herramientas suficientes para reconducir esta situación sin caer en el populismo ramplón. No lo digo yo, lo dicen los propios jueces. Desde la intervención de la fiscalía mediante los pertinentes recursos, hasta la revisión de las leyes para que los delincuentes de esta índole reciban la pena que les corresponde. Lo que sucede es que estas actuaciones pudieran no ser entendidas por el pueblo enfurecido, mientras que ponerse a favor del viento popular les resulta más rentable a corto plazo.
Ya está bien de chapuzas, por favor, que no somos un país tercermundista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.