No creo que nadie a estas alturas de la película vaya a negar que Ciudadanos es un partido de derechas. Está en su perfeto dereho, claro que sí, pero lo que no cuela es que intente hacernos creer que es liberal progresista, socialdemócrata moderado o de centro reformista. Sus tics lo delatan, y por mucho que se vista de seda, mona se queda.
Es conocido que Ciudadanos –Ciutadans- nació en Cataluña para combatir al nacionalismo catalán. El Partido Popular hacía tiempo que nada tenía que hacer en aquellos pagos y Ciudadanos quería cubrir el vacío que debería haber ocupado la derecha tradicional española si no hubiera hecho las cosas tan mal, si hubiera advertido a tiempo lo que se nos venía encima. Después, cuando los de Albert Rivera vieron la debacle que se avecinaba a los sucesores de Aznar por culpa de la corrupción, decidieron dar el salto a la política de ámbito estatal, castellanizar el nombre, trasladar su cuartel general a Madrid y lanzarse a la conquista del espacio político que actualmente ocupa el PP.
Ya sé que existen otros relatos, porque no son pocos los que desde la derecha o incluso desde la izquierda han caído en el embaucamiento que producen las promesas de sus dirigentes, algo que, si podía entenderse al principio dado el disfraz de moderación con el que se envolvían, cuesta mucho comprender ahora, cuando los himnos reivindicativos de exaltado amor patrio y las banderas al viento acompañan sus mítines, cuando, como siempre ha hecho la derecha radical de todos los tiempos y de cualquier lugar del mundo, se apoderan de los símbolos que son de todos. Sólo les falta aquello tan bonito de las montañas nevadas, al menos de momento.
Que los desencantados del PP busquen refugio en las filas de Ciudadanos, cuando les faltan bomberos para tantos fuegos, es muy fácil de entender. No deja de ser su alternativa natural. Pero resulta inconcebible que lo hagan tradicionales votantes de partidos progresistas. A no ser que, desengañados o aburridos, se agarren a la novedad de Ciudadanos como a un clavo ardiente. Pero ojo, porque pensar que los de Albert Rivera vayan a romper una lanza en defensa del estado del bienestar o estén dispuestos a mejorar el poder adquisitivo de las pensiones o a defender la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres o a mantener la sanidad pública y las becas escolares, es como creer que la Pasionaria en su día hiciera romerías para rezar a la Virgen del Rocío.
Los gestos de derecha radical de Ciudadanos son cada vez más evidentes. La crisis de Cataluña les ha dado pretextos para alinearse con lo más radical del nacionalismo excluyente español, ese que niega la diversidad de España. En sus palabras, en sus frases y en sus discursos no hay una sola alusión a lo que nos une, sólo a la obligación ineludible de permanecer unidos, sin contemplaciones ni disculpas. Se han convertido en el reverso del separatismo fanático de Puigdemont y sus palmeros, para los que no hay alternativa a la independencia. Está funcionando una vez más la ley de la intransigencia bidireccional, tan tristemente conocida por los españoles.
Quizá en vez de haber titulado estas líneas como salir de Málaga para entrar en Malagón, debería haberla encabezado con la frase de aquel viejo chiste, virgencita que me quede como estoy. Pero sucede que este asunto no es para tomárselo a chirigota, ni mucho menos.
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