En realidad el adejetivo malditos sobra, porque mencionado el sustantivo aeropuerto la maldición se supone como el valor se suponía en la desaparecida mili. Volé por primera vez en mi vida recién nacido, aunque naturalmente de aquel primer vuelo no recuerde nada. Después, primero por circunstancias familiares, más tarde por requerimientos profesionales y en los últimos tiempos por eso que algunos –no sé por qué- llaman placer, no he dejado de hacerlo a lo largo de toda mi vida. Por eso, si tuviera un mínimo de capacidad para la escritura y algo más de voluntad en la sesera, podría escribir una novela, un ensayo y hasta un tratado científico sobre esta resbaladiza materia. Pero como para tan pretenciosa tarea me faltan fuerzas, voy a limitarme a referir algunas impresiones sobre el asunto.
De la misma manera que el ilustre Arias Cañete nos confesaba hace ya algún tiempo que recordaba con nostalgia aquellos camareros uniformados que servían el café con protocolo versallesco, yo echo de menos los viajes de los años cincuenta y sesenta, cuando, y no exagero demasiado, se facturaba nada más llegar, en las salas de espera se podía uno sentar sin menoscabo de su integridad física, la megafonía se oía con claridad, no había pasillos sin final que recorrer, las pocas indicaciones se entendían porque estaban escritas en caracteres latinos y no en jeroglíficos egipcios, y nadie te cacheaba porque el simple hecho de viajar en avión excluía que uno perteneciera al hampa; y luego, ya en el avión, te encontrabas con una amable azafata o con un simpático auxiliar de vuelo para atender a cada siete u ocho pasajeros, no sólo para indicar lo del respaldo vertical, lo del cinturón de seguridad, lo del chaleco salvavidas y lo de las puertas de emergencia. Además, la comida era buena y las maletas no se perdían nunca.
No voy a describir los sinsabores que proporciona viajar ahora en avión, porque cualquiera que lea estas impresiones sabe perfectamente de qué estoy hablando. Me limitaré simplemente a contar alguna reciente experiencia personal. Un viaje de Madrid a Moscú, con escala en París, y regreso desde San Petersburgo, también con la correspondiente parada en la capital francesa. Salida de Barajas a las 11.30 de la mañana y llegada a la capital de Rusia a las 12 de la noche hora local, una menos en España. La vuelta por supuesto por el estilo, porque los vientos de cola al parecer aquel día no servían de nada. Las dos escalas en la ciudad de la luz y del amor dantescas. Corredores interminables, cambio de edificio en autobuses sobrecargados, nadie a quien preguntar, letreros confusos, indicaciones contradictorias y nuevos controles policiales, uno en cada cambio de terminal y otro en cada acceso a la zona de embarque. Cacheos, fuera zapatos y cinturones, y parpadeos y sirenas en los arcos de acceso. El aeropuerto moscovita tan vacío a aquella hora como lo deben de estar las estepas rusas. El de la ciudad de Catalina la Grande tan concurrido que uno se hacía daño en los codos para avanzar.
No, esto no es lo que era y además empeora a pasos agigantados. Por eso, me estoy planteando reducir mi ámbito viajero a un radio que pueda abarcar en coche o si acaso en tren. No aguanto los aeropuertos y no soporto el martirio que supone que las piernas no te quepan entre tu asiento y el de delante. Sufro esperando las maletas. Me estreso cuando me veo en esos fatídicos corredores anteriores al control de pasaportes, más aptos para reses que para seres minimamente humanos. Me salen erupciones en la piel cuando el funcionario de turno me obliga a quitarme los zapatos y el cinturón. Tiemblo cuando paso el arco detector de supuestas ignominias. Reniego cuando no encuentro un lugar donde sentarme en la sala de espera. Se me hace interminable la cola que se forma para entrar en el avión, con la tarjeta de embarque en una mano, el pasaporte en la otra y el equipaje de mano en el suelo empujado a patadas.
Que alguien me diga si merece la pena viajar así. No me valen las opiniones de la gente joven. Trampas no, por favor.