El tercer día de nuestra estancia
en Plasencia amaneció lluvioso, como ya sabíamos de antemano. Desde el balcón de
nuestra habitación se adivinaban a lo lejos las cumbres de la cordillera cubiertas por una espesa
cortina de agua. Durante el desayuno, momento en que solemos tomar las
decisiones conjuntas, nos propusimos no movernos por ahora de la ciudad, hacer
una ronda de visitas a algunas de las numerosas iglesias y palacios monumentales
del lugar y, a medida que fuera avanzando el día, decidir algún plan alternativo
al inicialmente previsto, que no implicara ni alejarnos demasiado ni subir a los montes.
Nada más salir del parador, nos
topamos con la iglesia de San Nicolas, con su majestuosa fachada románico-tardía.
Entramos y, sin darnos tiempo a reaccionar, un individuo de aspecto mojigato, que
se identificó como el sacristán de aquel lugar, nos abordó por sorpresa. Sin que le hubiéramos dado la venia, empezó a explicarnos los pormenores del templo, obligándonos a seguir
un itinerario predeterminado y advirtiéndonos de que él nos indicaría los mejores
ángulos para hacer fotografías. Mi acendrado respeto al ser humano, sea de la
condición que sea, no me dejó cortar su iniciativa hasta pasados unos cinco
minutos de oír torpes explicaciones y anécdotas insustanciales, una retahila de sandeces que salían de su boca como las tablas de multiplicar de la de los párvulos. Al cabo de un rato puse fin a la perorata y nos
libramos de él. Su despedida consistió en señalarnos el cepillo, no fuera el escolano a quedarse sin su merecida compensación económica.
Poco después, ya en las catedrales,
nos encontramos con una exposición de las llamadas “Edades del hombre”,
organizada en este caso por la diócesis de Plasencia. La recorrimos durante más
de una hora, aunque este tipo de exhibiciones de los tesoros y riquezas acumuladas por la
Iglesia a lo largo del tiempo no sean demasiado de mi interés. En una capilla habilitada a tal efecto contemplamos un
vídeo en el que, entre otros temas, se explicaban las razones que motivaron el
Concilio de Trento. Una voz engolada contaba que, ante el cisma luterano, el papa
se vio obligado a reforzar su autoridad. Como consecuencia, se decidió que, a partir de ese
momento, el único con capacidad para interpretar las Sagradas Escrituras sería
el pontífice de Roma. Cualquier incumplimiento de esta norma sería castigado
por la Santa Inquisición. Eficaz medida, pensé, para evitar que los fieles
utilicen la razón y se desvíen del conveniente sendero.
A la salida, un grupo de
colegiales rodeaba a su profesor. Acababan de salir de la exposición, y uno de
ellos, de unos doce años de edad, le preguntó al docente que dónde estaba
enterrada la virgen María, a lo que el otro contestó: en ningún lugar de la tierra, porque
subió a los cielos en cuerpo y alma. Está claro que todavía perduran los
efectos de Trento, aunque supongo que el curioso alumno terminará preguntándose algún día por qué hay que creer fantasías para comportarse en esta vida con
decencia y dignidad.
A la una, después de un buen
recorrido por la ciudad, como la lluvia había amainado decidimos ir a comer a
Hervás, una localidad que ya conocíamos de viajes anteriores y que se nos antojó
adecuada dadas las circunstancias. Comimos en un restaurante escondido en el barrio judío que
encontré en Internet, El almirez. Una vez más nos quedamos sorprendidos por la
calidad de la cocina que se puede uno encontrar en los lugares más recónditos de nuestra geografía. Mi mujer, muy curiosa siempre en asuntos culinarios, se
hizo con un par de recetas, que espero probar un día de éstos en casa.
Del viaje de hace unos años a Hervás
recordaba un cercano yacimiento arqueológico romano, las ruinas de Cáparra, y hacia
allí nos dirigimos para rematar la excursión, después de dar un paseo por el pueblo, con caperuchas puestas y bajo un paraguas. Ya he contado aquí en alguna
ocasión que el mundo romano, que descubrí con cierta profundidad a través de
los escritos de la historiadora Mary Beard, me atrae poderosamente. Por eso, visitar uno de
sus lugares siempre me parecerá un entretenimiento provechoso, porque me ayuda a
entender mejor la Historia. Este
emplazamiento está muy bien conservado y, con la ayuda didáctica de su centro
de interpretación, uno se lleva una buena dosis de romanización.
Por cierto, este enclave pertenecía a la Ruta de la Plata, una vía romana que comunicaba Mérida (Emérita) con Astorga (Astúrica), donde estaba situado el cuartel general de las legiones que luchaban contra cántabros y astures. Nunca se utilizó para trasportar plata, como circula por ahí y como yo he creído hasta ahora. El nombre procede de las piedras planas que se utilizaron en su construcción -lapidatas- lo que dió lugar a que se la denominara vía lapidata y de ahí vía de la plata o ruta de la plata. Cosas veredes.
Esta excursión se estaba acabando.
Regresamos al parador, matamos un buen rato bajo el manto de su espléndida
arquitectura, cenamos y nos retiramos a nuestra habitación. Al día siguiente volveríamos
a casa, para empezar a pensar en una nueva escapada a cualquiera de los
numerosos rincones que se esconden por nuestra geografía. Ni el frío ni la lluvia ni los días cortos son impedimentos para practicar uno de los entretenimientos mas provechosos que dispone el ser humano, el de viajar. Al menos, mientras el cuerpo y la mente aguanten.