Nada más salir del parador, nos topamos con la iglesia de San Nicolas, con su majestuosa fachada románico-tardía. Entramos y, sin darnos tiempo a reaccionar, un individuo de aspecto mojigato, que se identificó como el sacristán de aquel lugar, nos abordó por sorpresa. Sin que le hubiéramos dado la venia, empezó a explicarnos los pormenores del templo, obligándonos a seguir un itinerario predeterminado y advirtiéndonos de que él nos indicaría los mejores ángulos para hacer fotografías. Mi acendrado respeto al ser humano, sea de la condición que sea, no me dejó cortar su iniciativa hasta pasados unos cinco minutos de oír torpes explicaciones y anécdotas insustanciales, una retahila de sandeces que salían de su boca como las tablas de multiplicar de la de los párvulos. Al cabo de un rato puse fin a la perorata y nos libramos de él. Su despedida consistió en señalarnos el cepillo, no fuera el escolano a quedarse sin su merecida compensación económica.
A la salida, un grupo de colegiales rodeaba a su profesor. Acababan de salir de la exposición, y uno de ellos, de unos doce años de edad, le preguntó al docente que dónde estaba enterrada la virgen María, a lo que el otro contestó: en ningún lugar de la tierra, porque subió a los cielos en cuerpo y alma. Está claro que todavía perduran los efectos de Trento, aunque supongo que el curioso alumno terminará preguntándose algún día por qué hay que creer fantasías para comportarse en esta vida con decencia y dignidad.
A la una, después de un buen recorrido por la ciudad, como la lluvia había amainado decidimos ir a comer a Hervás, una localidad que ya conocíamos de viajes anteriores y que se nos antojó adecuada dadas las circunstancias. Comimos en un restaurante escondido en el barrio judío que encontré en Internet, El almirez. Una vez más nos quedamos sorprendidos por la calidad de la cocina que se puede uno encontrar en los lugares más recónditos de nuestra geografía. Mi mujer, muy curiosa siempre en asuntos culinarios, se hizo con un par de recetas, que espero probar un día de éstos en casa.
Del viaje de hace unos años a Hervás recordaba un cercano yacimiento arqueológico romano, las ruinas de Cáparra, y hacia allí nos dirigimos para rematar la excursión, después de dar un paseo por el pueblo, con caperuchas puestas y bajo un paraguas. Ya he contado aquí en alguna ocasión que el mundo romano, que descubrí con cierta profundidad a través de los escritos de la historiadora Mary Beard, me atrae poderosamente. Por eso, visitar uno de sus lugares siempre me parecerá un entretenimiento provechoso, porque me ayuda a entender mejor la Historia. Este emplazamiento está muy bien conservado y, con la ayuda didáctica de su centro de interpretación, uno se lleva una buena dosis de romanización.
Esta excursión se estaba acabando.
Regresamos al parador, matamos un buen rato bajo el manto de su espléndida
arquitectura, cenamos y nos retiramos a nuestra habitación. Al día siguiente volveríamos
a casa, para empezar a pensar en una nueva escapada a cualquiera de los
numerosos rincones que se esconden por nuestra geografía. Ni el frío ni la lluvia ni los días cortos son impedimentos para practicar uno de los entretenimientos mas provechosos que dispone el ser humano, el de viajar. Al menos, mientras el cuerpo y la mente aguanten.
Esperemos que estas memorias no caigan en manos del sacristán de San Nicolás, porque igual se traumatizaba el buen hombre.
ResponderEliminarCreo que ese restaurante escondido de Hervás es el mismo al que Elena y yo hemos ido un par de veces, es acogedor y se come muy bien, efectivamente.
Esa calzada romana la conozco por el viaje de diez días que hice en bicicleta una vez desde Zafra hasta Zamora.
Esperemos que la mente y el cuerpo respeten nuestra voluntad insaciable de conocimiento hata que toque la hora de partir hacia el último viaje.
El sacristán de san Nicolás era un auténtico caradura, lo que no quita que, como dices tú, sea un buen hombre. In dubio, pro reo.
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