A principio de los 80, cuando todavía no había cumplido cuarenta años, mi mujer y yo decidimos alquilar un chalé en un pueblo de la Costa Brava del que hasta entonces no habíamos oído hablar, Calonge, y más concretamente en una urbanización, La Pineda, próxima a la playa de Sant Antoni. Habíamos encontrado un anuncio en el periódico, que nos remitió a una agencia local. La “torre” era propiedad de unos franceses, que sólo la alquilaban en el mes de Julio, nuestro habitual mes de vacaciones. Estaba completamente amueblada, disponía de cuatro dormitorios y dos cuartos de baño y contaba con una maravillosa terraza y con un gran jardín con piscina. La urbanización era pequeña, con tan sólo una docena de viviendas, casi todas propiedad de barceloneses que disfrutaban de ellas como segundas viviendas.
Allí pasamos el mes de julio de 1981, el año del 23 F. Nos
gustó tanto la experiencia que la repetimos durante los siguientes seis años. Hasta que al cabo de ese tiempo decidimos comprarnos un apartamento muy lejos de allí, en Chiclana de la Frontera. Según
nuestros amigos catalanes, en septiembre la tramontana empieza a soplar y las
temperaturas a bajar. Una cosa era pasar un mes de vacaciones en pleno verano y
otra comprar allí una segunda vivienda para utilizarla durante todo el año, como era nuestra intención.
Aquellos años constituyen una etapa en nuestras vidas y en
las de nuestros hijos inolvidable. Suponía un cambio de ambiente tan grande,
que resultaba enriquecedor. Por supuesto que ya existían algunos tufillos de
separatismo, pero jamás nos vimos en ninguna situación desagradable, porque los que
nos rodeaban nos acogieron, no sólo con respeto, sino también con cariño. Hicimos
grandes amigos, algunos ya desaparecidos, amistades que hemos conservado a lo
largo del tiempo. Dicen de los catalanes que no es fácil ganarse su amistad,
pero que cuando ésta se establece es ya para siempre. Quizá sea un tópico, pero yo puedo dar fe de que en nuestro caso así es.
Volver allí durante siete años consecutivos nos permitió ahondar
en el conocimiento que yo ya tenía de la provincia de Gerona. Muchos días organizábamos
excursiones a los pueblos de la costa o a las comarcas del interior,
excursiones de todo un día gracias a las cuales llegamos a conocer con bastante
detalle la geografía gerundense, incluida su capital, la ciudad del Ter y del
Oñar. Para mí recuperar unos parajes que había conocido treinta años antes me
producía un placer inigualable, acrecentado por la oportunidad de podérselo explicar
a mis hijos.
La comarca del Pla de l´Estany, con su capital Bañolas y su
conocido lago, no podía faltar en nuestros recorridos, como tampoco el que fue
mi colegio durante un curso entero cuando tenía diez años, el entonces internado de Santa María del Collell, un
lugar en mi caso cargado de recuerdos, de los que ya se ha deslizado alguno en estas
páginas. Aquellos veraneos, no sólo fueron tiempos de vacaciones con playa
incluida, también para mí de regreso al pasado. Pero sobre todo de acrecentar mi querencia
hacia unas tierras que nunca me cansaré de visitar.
Me encantan Gerona y Bañolas con su lago.
ResponderEliminarFernando, no me extraña. Pero el resto de la provincia no tiene desperdicio.
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