Empezaré por confesar que me siento completamente ajeno a lo que signifique cualquier celebración religiosa, no sólo las católicas, también las de otros credos. Cuando me veo obligado a participar en alguna de ellas porque la inercia social me lo demande, lo hago con respeto, no ya a lo que representan desde un punto de vista confesional, sino a los creyentes que participan en ella a mi alrededor. Incluso, debo reconocerlo, en ocasiones me someto al ritmo litúrgico que imponga la ceremonia, siempre que no obligue a un "postureo" que me resulte excesivamente extraño, como algunas veces sucede. Jamás se me verá arrodillado en una iglesia, aunque sí me pondré en pie cuando la ocasión me lo recomiende.
Pero hay celebraciones religiosas a las que jamás asistiré. Son aquellas que la evolución de las costumbres ha convertido en auténticos espectáculos y las ha alejado por completo del sentido religioso que alguna vez tuvieran. Entre ellas –aunque no son las únicas ni mucho menos- se encuentran las procesiones de Semana Santa, alrededor de las cuales se ha ido formando una cultura popular, más cercana a la idolatría pagana que a las esencias del cristianismo. Los cristos o las vírgenes o las escenas de pasión rivalizan sobre sus tronos de oropel, rodeados de una adscripción sectaria alejada por completo del significado religioso que pretende representar.
Me decía alguien el otro día que, ante los brotes “antiprocesionales” (pido perdón por el barbarismo) surgidos en algunos lugares de España al socaire de los nuevos tiempos políticos, el pueblo llano se ha plantado con energía, sin dejar ninguna posibilidad a los detractores de llevar adelante sus pretensiones revisionistas. Y me lo argüía como prueba de la religiosidad de esos ciudadanos, como demostración del sentimiento religioso que sigue vivo en nuestro país. A mi interlocutor no se le había ocurrido pensar que lo que en realidad sucede es que el pueblo se niega a prescindir de manifestaciones más cercanas al folclore mundano que a la religiosidad.
No voy a ocultarlo: en mi opinión, algunas de estas manifestaciones populares parecen más una pantomima teatral, con un poquito de paripé caló, que fervor cristiano. Hay dos instituciones a las que por distintas razones guardo un cierto respeto. Una de ellas es la Iglesia Católica y la otra las Fuerzas Armadas. A la primera porque me he educado en algunos de sus colegios, aunque no me mantenga entre sus fieles, y porque además son bastantes los que me rodean y siguen sus enseñanzas; y a la segunda porque con el tiempo he llegado a descubrir en ella valores profesionales y utilidades sociales, que considero necesarios en la compleja realidad de nuestros tiempos. Pero ver a las dos mezcladas en una procesión, con legionarios llevando en volandas al Cristo de la Buena Muerte mientras entonan su himno, me produce una cierta desazón. Identificar la muerte del redentor cristiano con la muerte en combate es cuando menos surrealista.
O los encuentros de una virgen con un cristo, agitados los dos convulsivamente en el aire por sus portadores para expresar el júbilo por la resurrección. O los niños sujetos por arneses a gruesas sogas que cruzan de fachada a fachada, mientras gritan con sus voces infantiles aleluyas que no entienden, para regocijo de sus paisanos y supongo que mucho más de sus progenitores. O los penitentes que se azotan en público hasta dejarse la piel a tiras. O tantas y tantas escenas populares, algunas tan antiguas que se pierden en el túnel de los tiempos, pero otras nacidas hace unos días como imitación de sus predecesoras.
Yo no pido que todas estas cosas desaparezcan; pero no me queda más remedio que expresar mi convicción de que nada tienen que ver con la religión.