No, hoy no voy a hablar de homosexualidad como pudiera deducirse del título que he escogido. Lo que sucede es que este símil tan elocuente me sirve para referirme a los que, con una clara mentalidad conservadora, dicen ser de centro o incluso de izquierdas. Yo a lo largo de mi vida he conocido a bastantes de ellos, individuos que por las razones que sean no se atreven a salir del armario del conservadurismo, no se deciden a confesar que son de derechas.
Lo que sucede es que, como dice el proverbio, se les nota el
pelo de la dehesa. Puede ser, no lo descarto, que actúen de buena voluntad, que
mantengan una cierta inquietud de carácter social y, como consecuencia, no se
crean conservadores. Pero cuando se rasca un poco en sus ideas, empiezan a
surgir en los planteamientos que utilizan unos prejuicios que ponen de manifiesto
que, tras una pose de progresismo, se oculta un alma de derechas.
Uno de esos prejuicios suele salir a relucir cuando se toca
el debatido asunto de los nacionalismos catalán o vasco. Se ponen en
actitud defensiva y aluden inmediatamente a los peligros de que España se
rompa, sin atender a matices y sin querer entrar en el análisis de por qué
existen, ya que, al considerarlos anatemas, los condenan sin entrar en mayores
discusiones. Piensan que a los que defienden la identidad de su patria
chica hay que negarles el pan y la sal.
Lo malo de estas actitudes es que resulta imposible el
debate. Cuando se está convencido de que un nacionalista tiene el rabo y los cuernos
de Lucifer, no vale argüir que la mejor estrategia es la del diálogo, la de la
negociación, la de acercar posiciones. No sólo hacen oídos sordos a estos planteamientos civilizados,
sino que además terminan llamando separatistas a los promotores del entendimiento o al menos pensando que lo son.
Lo que no dan son soluciones, salvo el consabido consejo
de leña al mono. Prefieren mirar para otro lado y, como no son capaces de
definir exactamente el peligro inminente que según ellos nos acecha, se remiten
al futuro, ignorando que los movimientos centrífugos de algunas minorías
catalanas y vascas tienen siglos de existencia... y aquí estamos. Pero su
prospección futurista, su visión de las catástrofes que están por llegar, les
sirve de argumento.
No es este el único aspecto conservador que surge al rascar en las ideas de los que no se atreven a salir del armario reaccionario. Hay otros muchos, como las actitudes machistas, la fobia a la inmigración, la xenofobia, el odio a los homosexuales, etc. Incluso se les ve el plumero conservador en sus opiniones de política internacional, donde sus simpatías suelen inclinarse a favor de gobiernos de dudosa legitimidad democrática. Pero todas estas últimas características quizá merezcan otro artículo, porque aquí no caben.
La pregunta que me hago es: ¿por qué no salen de una vez del
armario? Cuando lo hagan, si lo hacen, se sentirán más a gusto.