30 de abril de 2025

Salir del armario


No, hoy no voy a hablar de homosexualidad como pudiera deducirse del título que he escogido. Lo que sucede es que este símil tan elocuente me sirve para referirme a los que, con una clara mentalidad conservadora, dicen ser de centro o incluso de izquierdas. Yo a lo largo de mi vida he conocido a bastantes de ellos, individuos que por las razones que sean no se atreven a salir del armario del conservadurismo, no se deciden a confesar que son de derechas.

Lo que sucede es que, como dice el proverbio, se les nota el pelo de la dehesa. Puede ser, no lo descarto, que actúen de buena voluntad, que mantengan una cierta inquietud de carácter social y, como consecuencia, no se crean conservadores. Pero cuando se rasca un poco en sus ideas, empiezan a surgir en los planteamientos que utilizan unos prejuicios que ponen de manifiesto que, tras una pose de progresismo,  se oculta un alma de derechas.

Uno de esos prejuicios suele salir a relucir cuando se toca el debatido asunto de los nacionalismos catalán o vasco. Se ponen en actitud defensiva y aluden inmediatamente a los peligros de que España se rompa, sin atender a matices y sin querer entrar en el análisis de por qué existen, ya que, al considerarlos anatemas, los condenan sin entrar en mayores discusiones. Piensan que a los que defienden la identidad de su patria chica hay que negarles el pan y la sal.

Lo malo de estas actitudes es que resulta imposible el debate. Cuando se está convencido de que un nacionalista tiene el rabo y los cuernos de Lucifer, no vale argüir que la mejor estrategia es la del diálogo, la de la negociación, la de acercar posiciones. No sólo hacen oídos sordos a estos planteamientos civilizados, sino que además terminan llamando separatistas a los promotores del entendimiento o al menos pensando que lo son.

Lo que no dan son soluciones, salvo el consabido consejo de leña al mono. Prefieren mirar para otro lado y, como no son capaces de definir exactamente el peligro inminente que según ellos nos acecha, se remiten al futuro, ignorando que los movimientos centrífugos de algunas minorías catalanas y vascas tienen siglos de existencia... y aquí estamos. Pero su prospección futurista, su visión de las catástrofes que están por llegar, les sirve de argumento.

No es este el único aspecto conservador que surge al rascar en las ideas de los que no se atreven a salir del armario reaccionario. Hay otros muchos, como las actitudes machistas, la fobia a la inmigración, la xenofobia, el odio a los homosexuales, etc. Incluso se les ve el plumero conservador en sus opiniones de política internacional, donde sus simpatías suelen inclinarse a favor de gobiernos de dudosa legitimidad democrática. Pero todas estas últimas características quizá merezcan otro artículo, porque aquí no caben.

La pregunta que me hago es: ¿por qué no salen de una vez del armario? Cuando lo hagan, si lo hacen, se sentirán más a gusto.


27 de abril de 2025

¿Mentirosos o realistas?

A mí nunca me han extrañado las aparentes contradicciones en las que caen con frecuencia los políticos cuando, tras haber asegurado que harían algo en concreto, terminan haciendo lo contrario. Nunca he considerado que mintieran en su momento, sino que las circunstancias sobrevenidas durante el ejercicio de sus funciones los han obligado a cambiar de opinión. 

Por eso entendí muy bien que en su momento Felipe González facilitara que España entrara en la OTAN, a pesar de su rechazo anterior. Tampoco me sorprendió lo más mínimo que José María Aznar pactara con Jordi Pujol una serie de concesiones (supresión de los gobernadores civiles, competencia de los mossos d´esquadra en tráfico etc.), después de haber animado a los suyos a corear aquello de “escucha enano, habla castellano”. Ni que Pedro Sánchez, tras asegurar que no pactaría con Podemos, se aliara con ellos para formar gobierno. Para mí no son mentiras, sino ejercicios de realpolitik.

Cuando se está en contra de un político determinado, es fácil utilizar esta adaptación a las circunstancias para descalificarlo, acusándolo de falso, sobre todo si no se encuentran otros argumentos. A Felipe González lo juzgo por su ingente labor para modernizar un país recién salido de la dictadura de Franco y no porque, obligado por el juego de equilibrios geoestratégicos, nos metiera en la OTAN. A José María Aznar por su irresponsable alianza con Busch, que comprometió a España en un conflicto bélico, guerra que no sólo no era de nuestra incumbencia, sino que además ha dejado un reguero de muertes y una situación muy peligrosa de inestabilidad en la región. Su alianza con Convergencia y Unión, desde mi punto de vista, forma parte de la necesaria adaptación a las circunstancias políticas y no influye en mi juicio sobre su gestión política. En cuanto a Pedro Sánchez y su alianza con Podemos tras las últimas elecciones, no es más que un reconocimiento de la composición del parlamento. O gobernaba con los de Pablo Iglesias o daba paso a la derecha y a la ultraderecha. Para los progresistas no había duda, pero los conservadores nunca lo aceptarán.

No son mentiras, es pragmatismo. Me atrevería incluso a decir que se trata de una virtud y no de un defecto, porque lo indeseable en un político es que no tenga cintura, que no sepa sortear los inconvenientes y las dificultades, que se petrifique ante las contingencias que no favorezcan su permanencia al frente del gobierno. Porque, lo he escrito aquí en varias ocasiones, en política no hay nada más inútil que no poder llevar adelante tu programa político y, si no se está al frente del gobierno, no se gobierna. Elemental.

Adaptarse a las circunstancias del momento forma parte del ejercicio de la política, como también negociar para conseguir alianzas. Algunos, quizá decepcionados por el éxito negociador y por la capacidad de conseguir apoyos de Pedro Sánchez, se remiten a lo que dijo entonces y a lo que dice ahora. Una acusación que en política no tiene ningún sentido.

Por cierto, de las negociaciones, de los pactos y de las concesiones diré algo en breve. Hoy aquí no me cabe.

23 de abril de 2025

El color del cristal con que se mira

Nadie, por muy equilibrada, ordenada y racional que tenga la mente, está libre de que en sus juicios influya la subjetividad. Es cierto que esta influencia se da en distintos grados de intensidad dependiendo de las personas, en algunos casos rayando con el prejuicio; pero, insisto, la visión subjetiva del mundo forma parte del ADN humano. Yo tenía un amigo muy erudito que confesaba no tener principios, ya que para él eran formas de subjetividad latente y, además, prejuicios camuflados bajo la palabra moral. Puede ser que exagerara, pero a mí aquella opinión me ha obligado a reflexionar bastante sobre los principios y sus consecuencias.

La subjetividad en algunas ocasiones procede de confundir la excepción con la norma, la anécdota con la categoría, la parte con el todo. Cuando el otro día una señora a la que conozco muy poco, y con la que coincido de vez en vez como vecina de mesa en una terraza a la hora del aperitivo -¡cómo me inspiran estos encuentros fortuitos!- me espetó, no sé a cuento de qué, “es que a los catalanes con sus manías separatistas no hay quién los aguante”. Naturalmente no respondí a la torpe generalización, consciente de que se trataba de un caso perdido. Allá ella con sus prejuicios, pensé.

Cuento esto porque el caso de mi accidental vecina de mesa es mucho más general de lo que pudiera uno imaginarse. Una parte de la población española no catalana nunca ha entendido ni nunca entenderá que el catalanismo -apego a lo catalán- nada tiene que ver con el separatismo. Los separatistas existen, por supuesto, pero no toda la población ni mucho menos lo es.

Me he preguntado muchas veces cuál puede ser el origen de esta visión tan subjetiva de la realidad catalana, que afecta a una región de más de ocho millones de ciudadanos, pero nunca he encontrado una respuesta. que me convenza. Quizá proceda de la ignorancia, de la falta de conocimiento de la personalidad de aquella región, porque observo que muchos de los que ejercen este prejuicio nunca han pisado aquellas tierras o, de haberlo hecho, sólo como simples visitantes ocasionales.

Hay quienes no aceptan que tengan otro idioma, porque ven en ello un intento forzado de hacerse notar, de demostrar que son diferentes. Otros, cuando les hablas de Historia te contestan que no hay que remontarse a la época de los visigodos, con lo que demuestran no ser duchos en la materia. También existen los que no acaban de aceptar que una parte muy importante de nuestro progreso se haya introducido en el resto de España a través de Cataluña y, como consecuencia, sienten un cierto rencor de carácter envidioso. Por último, las balandronadas del señor Puigdemont y compañía han exacerbado en los últimos años el anticatalanismo de muchos de los anteriores. Por cierto, algunos rechazan lo catalán porque su padre se lo inculcó.

En mi opinión se trata de uno de los mayores problemas que tiene España, la incomprensión de unos sobre otros, la de los separatistas con respecto a la realidad española en su conjunto, la de los separadores con respecto a la catalana en particular. Creo que fue Unamuno quien dijo en una ocasión algo así como que tanto daño hacían a la unidad de España los que querían separarse como los que, con su rechazo, los impulsaban a ello. 

19 de abril de 2025

El bolo colgante y las hormigas voraces

De todos los eufemismos que he oído en las últimas semanas para explicar la coyuntura en la que se encuentra Europa frente a las maquinaciones de Donald Trump, el que más me ha llamado la atención es el de "estamos obligados a defender nuestro estilo de vida”. Se trata de una manera elegante de expresar que, si el actual presidente de EE. UU., no sólo nos deja con el culo al aire en materia de defensa, sino que además arbitra políticas aduaneras que perjudican nuestras economías, es necesario aumentar la conexión entre los países integrantes de la UE, racionalizar el desarrollo tecnológico del conjunto de países que la integran y reorganizar un sistema integral de defensa que nos permita evitar que se nos ningunee.

Los eufemismos se utilizan para edulcorar las expresiones, para decir lo mismo pero con palabras suaves. Hablar ahora a los europeos de rearme no es conveniente, porque la palabra suena a conflicto bélico y además supone un gasto de cierta envergadura. Por eso los políticos europeos prefieren mencionar la defensa de nuestros valores -democracia, estado de derecho, progreso social, etc.- en vez de hablar de misiles y de tanques. Prefieren aludir a la disuasión en vez de a la guerra. Desde mi punto de vista, no les falta razón.

Pero de lo que en realidad estamos hablando es de fortalecer nuestras fronteras geográficas para preservar nuestro estado del bienestar. Los equilibrios han cambiado y, si no se toman medidas urgentes, corremos el riesgo de perder muchos de los logros alcanzados en los últimos decenios. El presidente Trump acusa a los fundadores de la UE de haberla creado para perjudicar a su país, la Federación Rusa pretende acotar nuestro crecimiento en todos los sentidos de la palabra y las ultraderechas europeas se alían con las dos potencias para actuar como un caballo de Troya.

Eufemismos aparte, es cierto que Europa puede perder su estilo de vida. Las amenazas que ahora se ciernen sobre nuestro continente siempre han existido y nunca hasta ahora los líderes europeos se han puesto en la labor de enfrentarse a ellas. Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Estamos a tiempo de dar un gran paso en la creación de una auténtica supranacionalidad que nos haga más fuertes. No será fácil, habrá que hacer sacrificios, pero es posible. Una UE cohesionada es mucho más fuerte que la suma de sus fortalezas. Por eso, quizá no sean necesarias cuantiosas inversiones que pongan en riesgo las prestaciones sociales, porque el esfuerzo de cada país en general es ya grande y lo que se requiere ahora es racionalizar el conjunto, centralizando adquisiciones, unificando el mando y poniendo en marcha políticas mancomunadas de desarrollo tecnológico.

Se me ocurre pensar que quizá no sería necesario utilizar tantos eufemismos si se hiciera más pedagogía. Porque muchas de las críticas que se oyen, sobre todo en la izquierda radical, demuestran una falta de información muy grande. Si de verdad queremos defender el progreso social y continuar avanzando en su desarrollo, no hay más remedio que defenderlo. Como decía un amigo mío, muy castizo él en sus expresiones coloquiales, no nos andemos con el bolo colgando, porque corremos el riesgo de que se lo coman las hormigas.

15 de abril de 2025

No es discrepancia legítima, es odio


Aunque ya estoy vacunado contra los exabruptos que los políticos de la derecha y sus adláteres lanzan todos los días contra el presidente del gobierno, sigo sin entender muy bien las razones que les provoca tanta vehemencia. Si se tratara de un político revolucionario que estuviese trastocando las estructuras fundamentales de nuestro país, podría llegar a pensar que los afectados por la "revolución social-comunista” se sintieran incómodos y protestaran. Pero hasta ahora, salvo continuos, decididos y democráticos avances hacia el logro de un país más justo y más igualitario, todo ello acompañado de una evidente mejora de la situación económica, no he visto ningún signo que pudiera hacerme pensar que una parte de la sociedad sienta que peligra su estatus social.

De manera que todo hace pensar que existen otras causas que justifican este odio tan primitivo hacia Pedro Sánchez. Puede ser que una de ellas, quizá la más evidente, sea el origen de sus mandatos. La moción de censura que derrotó al PP de Rajoy debió de causar estragos en las conciencias de muchos ciudadanos conservadores, que hasta ese momento habían querido ver orden y concierto en las políticas de los populares. Los escándalos que se sucedían un día sí y otro también en las finanzas del partido, las maniobras ocultistas que se fraguaban en los despachos de Génova para desacreditar a ciertos políticos y las condenas al PP en los tribunales de justicia habían envalentonado a la oposición liderada por el PSOE, que consiguió aglutinar a su alrededor una mayoría suficiente para proceder a un cambio de gobierno. 

Por si fuera poco tanto descalabro, en las últimas elecciones y contra todo pronóstico, Pedro Sánchez volvió a conseguir el apoyo de la llamada mayoría de la investidura, a pesar de que el PP había sido el partido más votado. Pero éste como no contaba con más apoyo que el que le brindaba la ultraderecha del señor Abascal, una vez más un enorme fiasco para los políticos conservadores.

Por tanto, al final pudiera ser que esta actitud tan de patio de colegio, tan infantil, donde el insulto y la descalificación no dejan hueco para la controversia política, proceda de la frustración que provocó y sigue provocando no ser capaces de ganar la mayoría en el Congreso para gobernar. La avalancha de improperios es tal, que da la sensación de que en algún lugar de los cuarteles generales conservadores se haya creado un think tank, un grupo de expertos en elaborar diatribas insultantes, a caballo entre la infamia barriobajera y el chiste malo. 

Hoy, sin ir más lejos, en una de esas listas de WhatsApp en las que uno a veces se enrola sin medir bien las consecuencias, me ha llegado una foto de Pedro Sánchez besando la mano a Mohamed VI, en una actitud casi de idilio romántico, con el lema de "una imagen vale más que mil palabras". Porque resulta que muchos de estos insultos se basan en la xenofobia, en la homofobia, en el racismo o en el machismo, que al fin y al cabo son algunos de los motores que alimentan el odio visceral de muchos de los que todavía no han podido asimilar la derrota.

No. No es discrepancia política, es odio.

12 de abril de 2025

Matón de patio de colegio


Una vez más elijo un título prestado, esta vez después de haber oído unas declaraciones de Felipe González sobre Donald Trump, en las que, entre otros apelativos de índole parecida, lo tachaba de matón de patio de colegio. Supongo que estas opiniones del histórico dirigente socialista estarán dando vueltas por los mentideros de las redes, porque no tienen desperdicio.

Leo, en fuentes generalmente bien informadas, que la palabra revolución significa “cambio profundo y radical, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad”. Pues bien, qué duda cabe que el presidente de EE. UU. ha provocado una auténtica revolución de proporciones colosales y de final imprevisible, con todos los ingredientes que figuran en la definición anterior.

Lo malo de las revoluciones es que con harta frecuencia se les van de la mano a los revolucionarios, sin que por supuesto esa fuera su pretensión. Sus características -profundidad, radicalidad y violencia- provocan la inevitable reacción de los afectados, en este caso los gobiernos del mundo entero, lo que todavía agrava más la situación. Sorprende, además, que en este caso sean los presuntos beneficiarios de la revolución, la plutocracia americana, los que parece que más van a sufrir las consecuencias de esta locura revolucionaria.

Lo que no se acaba de entender es que los que rodean a Trump no sean capaces de hacerle ver que las cosas no están saliendo como él quisiera. Eso me preocupa, porque me hace pensar que pudiera haber gato encerrado, en este caso que los intereses especulativos de la minoría más cercana al presidente, no sólo animen a éste a poner el mundo patas arriba, sino que además les importe muy poco el bienestar de su propio país. Si así fuera, estaríamos ante una colosal estafa promovida nada más y nada menos que por la administración de la primera potencia del mundo.

Yo estoy de acuerdo en que Europa está obligada a comportarse con prudencia y no precipitarse a la hora de contrarrestar los efectos de esta salvaje revolución. Pero al mismo tiempo estoy convencido de que está obligada a mostrar el músculo económico que tiene y avanzar a pasos agigantados en la construcción de una auténtica supranacionalidad capaz de plantar cara a los matones de patio de colegio de turno.

Confío, ya lo he dicho aquí en más de una ocasión, en que las políticas de check and balance -control y equilibrio- que recoge la constitución de los Estados Unidos vayan poco a poco reequilibrando la situación. Vamos a ver que decide el presidente de la reserva federal con los tipos de interés, porque Trump le está pidiendo que los baje y hasta ahora no ha conseguido su pretensión. Además, dentro de dos años se renovará una parte de las dos cámaras legislativas norteamericanas y pudiera suceder que los “trumpistas” perdieran la mayoría que ahora tienen. Por último, veamos como evoluciona el índice de popularidad del presidente Trump, porque a corto plazo puede caer como consecuencia del batacazo económico que se va pegar la clase media de aquel país.

No quiero dejarme llevar por el optimismo que siempre me ha caracterizado, pero creo que esta revolución está condenada al fracaso. Si Europa hace bien los deberes, quizá incluso salga beneficiada. 

8 de abril de 2025

Asaltar los cielos

 

Creo recordar que fue Pablo Iglesias quien dijo al principio de su andadura política que se proponía asaltar los cielos. De ahí el título que encabeza este artículo, porque ahora parece ser que Irene Montero pretende intentarlo de nuevo. Acabo de oír a Ione Belarra anunciar la candidatura de su compañera de filas como cabeza de lista de Podemos en las próximas elecciones.

Como demócrata, sólo puedo decirle que bienvenida sea a la confrontación política. Ahora bien, como progresista no tengo más remedio que advertirle de lo que en su momento dije, que cuando la pólvora ya está inventada para qué marear la perdiz. La izquierda necesita unión y no divisiones artificiosas. No hace falta ser muy sagaz para reconocer que estas pretensiones personalistas lo único que consiguen es hacer daño a lo que dicen defender, que en este caso no es otra cosa que el progreso social de nuestro país. Las derechas deben de estar frotándose las manos.

Puede ser que estas divisiones sean un mal endémico del progresismo, por aquello de que yo soy más de izquierdas que tú. Pero a mí me resulta incomprensible esta evidente ceguera política que en vez de promover el progreso lo ralentiza, porque en política no hay nada más inútil que no detentar el poder y por consiguiente ser incapaz de llevar adelante los programas que se proponen, en este caso la defensa de los más necesitados.

Por eso, cuando veo estos movimientos no puedo evitar pensar que se trata de espurios intentos de mantener viva una formación política para defender el estatus de algunos. Está claro que unos cuantos escaños conseguirán y, aunque hayan perjudicado a la izquierda en su conjunto, los que los ocupen tendrán unos años por delante de seguridad.

Sé muy bien que lo que he dicho suena muy duro, incluso puede que para algunos insultante. Pero cuando echo en falta el realismo político, cuando observo que determinadas maniobras ponen en peligro la esencia de lo que se pretende defender, se me llevan los demonios. Lo siento.

En la derecha pasa lo mismo, por supuesto. Si alguien cree que la aparición de Vox va a conseguir más "seguridad" y más "patria" de la que defiende el PP está muy equivocado. Lo único que hasta ahora han logrado los de la ultraderecha es debilitar al partido conservador tradicional y apartarlo del poder central. No sólo eso, sino además desprestigiar a los segundos por sus alianzas con los amigos de Trump.

Si la izquierda no se une está condenada al fracaso electoral. Pero, ojo, no valen los acuerdos poselectorales, porque pueden significar pan para hoy y hambre para mañana. Lo único que de verdad es útil es el triunfo de un gran partido, cuya ideología recoja los principios básicos de la lucha por la igualdad, en el que se sientan identificados desde el centro progresista hasta el progresismo radical. Los matices hay que dejarlos aparte, no porque no sean importantes, sino porque en política es necesario ser prácticos.

Señora Montero, debería usted dejar de intentar una vez más asaltar los cielos, porque ha quedado claro que son inaccesibles. 

4 de abril de 2025

¡Cómo gritan estos bellacos!

Las últimas elecciones alemanas han tenido en vilo durante un tiempo a muchos demócratas europeos. La posibilidad de que la ultraderecha de aquel país pudiera llegar a gobernar con los cristianodemócratas de la derecha moderada provocaba inquietudes, porque algunas declaraciones del candidato de la CDU habían insinuado esta posibilidad. Una vez escrutados los resultados y oídas las intenciones del nuevo canciller, Friedrich Merz, las aguas se tranquilizan, al menos de momento. Habrá coalición, pero no con los ultras sino con los socialistas. El llamado cordón sanitario se ha impuesto.

Pero aquello es Alemania y esto es España. Que ahora el PP y Vox den la sensación de andar a la gresca son sólo apariencias. Los dardos que se lanzan entre ellos no son más que intentos de la ultraderecha por hacerse con los votos conservadores y defensa de los populares para mantener su hegemonía. Pero todos sabemos que cuando llegue la hora de la verdad pactarán, porque es posible que por separado no tengan la mayoría necesaria para gobernar. Aquí no caben acuerdos entre socialistas y conservadores, porque las diferencias de pensamiento son abismales. El PP no es la moderada CDU.

Cuando llegue el momento de la campaña electoral, ni el PP ni Vox reconocerán explícitamente que tienen la intención de pactar, porque intentarán mantener su propia identidad frente a sus correspondientes caladeros de votos. Pero en cuanto termine el escrutinio y si los números les salen, empezarán a darse besos en la boca. No es un vaticinio, sino la constatación de la experiencia vivida en los gobiernos autonómicos. Es más, el PP no sólo entrará en el juego porque no contará con más aliados que los de la ultraderecha de Vox, sino además porque en las filas populares hay muchos cuya ideología está muy cerca de la que guía a los ultras. Los votantes de centro, esos que navegan entre dos aguas, deberían pensar que si su voto se decanta hacia el PP, en realidad estarán votando la entrada de Vox en el gobierno, es decir al señor Abascal como vicepresidente.

A mí nunca me ha gustado la expresión cordón sanitario, porque prefiero hablar de defensa de la democracia y de los derechos humanos. Lo primero me parece pasivo, lo segundo activo. Las ultraderechas de todos los países del mundo parecen cortadas por un mismo patrón, son cesaristas, despóticas y totalitarias, además de racistas, homófobas y xenófobas, ideologías que un demócrata debe combatir con todos los recursos que permita la legislación. Las alianzas para evitar que gobiernen es uno de ellos.

La Historia es machacona y repetitiva. Cuando oigo los mensajes de Trump, de Abascal o de Le Pen, me parece estar oyendo los de Mussolini o de Hitler, cuyas consignas se impusieron en casi todo el continente europeo durante decenios, y a los que sólo se pudo derrotar tras una sangrienta guerra mundial, gracias, por cierto, a que EE. UU. intervino en defensa de las democracias occidentales. Da miedo pensar qué hubiera sucedido si en el gran país americano en vez de tener a Roosevelt como presidente hubieran tenido al actual.

No, no es un cordón sanitario lo que se necesita para frenar el avance de la extrema derecha, sino un decidido empeño democrático de parar los pies a los fascistas. ¿Estarían el PP y el PSOE dispuestos a ello como sus colegas alemanes? Mucho me temo que no. 

1 de abril de 2025

Los eslabones de la vida

Recuerdo que hace algún tiempo escribí en este blog un artículo con el título de “Pequeñas casualidades”, encabezamiento que tomé prestado de una película cuya trama ponía en evidencia que la vida está constituida por una secuencia de circunstancias sobrevenidas que van marcando su rumbo. La pregunta que algunos se hacen, ¿qué hubiera pasado si en vez de aquello hubiera sucedido esto otro?, no tiene ningún sentido, porque lo hecho, hecho está. Pero pone de manifiesto que somos conscientes de que nuestra existencia discurre por caminos marcados por las pequeñas casualidades.

De esto, pero aplicado a un caso concreto, voy a hablar hoy. En Semana Santa de 1955, mi padre, recién ascendido a comandante, se incorporó a un nuevo destino, esta vez en Madrid. Él se había adelantado y los demás de la familia nos trasladamos unos días después en tren desde Barcelona, dónde habíamos vivido los dos últimos años. Yo estudiaba tercero de Bachillerato y todavía no había cumplido los trece años de edad. Como el curso escolar no había acabado, a mi hermano Manolo y mí nos matricularon en un nuevo colegio, el Calasancio.

El primer día de clase me colocaron junto a un compañero, José Miguel. Como es natural, y teniendo en cuenta que yo allí no conocía a nadie, no tardé en establecer una buena amistad con mi vecino de pupitre, que poco a poco me fue introduciendo en mi nuevo ambiente escolar. Con el tiempo, aquella amistad, en principio puramente escolar, se convirtió en más general, porque me integré en el grupo de los amigos de mi amigo.

A través de José Miguel conocí a un primo suyo por parte de madre, Juan Luis, algo mayor que yo, que, a diferencia del resto de los integrantes de nuestra pandilla, no estudiaba en el colegio Calasancio. A su vez, éste nos presentó a otro de sus primos, en este caso por parte de padre, que se llamaba José Antonio.

Los años fueron pasando, se acabó el colegio y empezó la universidad.  Cuando yo ya había cumplido los 19 años, en noviembre de 1961, José Antonio llevó un día a su hermana Ana Mary a uno de nuestros guateques. Tenía 16 años y hasta entonces no la había visto nunca o quizá me hubiera pasado desapercibida. Pero lo cierto es que ese día sí reparé en su presencia, hasta el punto de que quedamos en asistir juntos a un baile en la facultad de medicina, donde actuaban los Pekenikes, un grupo musical muy de moda en aquella época.

Podría alargar el relato de las pequeñas casualidades que terminaron en boda en 1969, con dos hijos y cinco nietos, pero me parece innecesario para el propósito que me guía hoy. Si no fuera porque aquel día de abril de 1955 el padre prefecto decidió que me sentara junto a José Miguel, si José Miguel no me hubiera presentado a Juan Luis, si Juan Luis no hubiera integrado a José Antonio en nuestra pandilla y si José Antonio no hubiera llevado a su hermana a uno de nuestros guateques, mi vida hubiera sido completamente distinta a como ha sido y, por supuesto, también la de otros muchos que me rodean, algunos de los cuales ni siquiera habrían nacido.

La vida es un carrusel de pequeñas casualidades que van trazando su recorrido. El libre albedrío existe, claro que sí, pero siempre estará condicionado por la dirección que tomemos en cada una de las bifurcaciones. Es verdad que el camino se hace al andar, pero se anda por donde el terreno lo permite. La topografía marca los senderos y las pequeñas casualidades trazan el discurrir de la vida.