Desde fuera del colectivo socialista, es muy difícil percibir el desconcierto que cunde entre los votantes de este partido. No me refiero a los políticos, que al final tomarán las decisiones que la compleja coyuntura poselectoral les aconseje, sino a los miles de votantes de la izquierda moderada que siempre han defendido las reformas progresistas desde la moderación, el respeto absoluto a las leyes de la economía de mercado y la inscripción de nuestro país en el llamado mundo occidental. Estoy hablando, por tanto, de ese numeroso grupo de ciudadanos que se mantiene fieles a las ideas progresistas de la socialdemocracia europea, entre cuyas filas me encuentro a título de votante, como ya he confesado en más de una ocasión.
Un socialdemócrata no puede desear compartir responsabilidades de gobierno con la derecha neoliberal que representa el PP de Rajoy. A quienes se les haya podido pasar por la cabeza la idea del llamado gran pacto, es que no tienen ni idea de lo que ha significado para España la legislatura que ahora está dando sus últimos coletazos. So pretexto de la situación económica ruinosa heredada, que precisamente generó el capitalismo rampante y desmadrado, los populares han metido el bisturí donde más duele, en los tejidos del estado del bienestar, arramplando con los niveles de progreso que se habían alcanzado hasta entonces, aumentando las diferencias entre los que más y menos tienen, generando pobreza y desigualdad. Un socialista no puede apoyar ni por asomo esas políticas.
Pero tampoco puede estar al lado de la utopía populista de Podemos, un partido que ha ido pasando desde los mensajes antisistema de sus orígenes a un intento de acomodación a la realidad global en la que se mueve España, sin dar explicaciones de su mutación sobrevenida. Para mí, y para muchos otros, estos cambios no son sino acoplamientos oportunistas a las circunstancias electorales de cada momento, una actitud camaleónica que no engaña a quienes saben que la firmeza en las ideas es garantía de eficacia a largo plazo. La continua adaptación al medio puede producir buenos resultados electorales a corto, porque es una estrategia que engaña a los más crédulos, pero al final será como las tormentas del desierto, que pasan y no dejan más rastro que el polvo levantado.
La expectación que existe en estos momentos ante la posición que pueda adoptar el PSOE si al final decide intentar formar gobierno, se debe a que desde fuera se intuye el dilema, aunque no se comprenda bien. La derecha invoca la moderación y la estabilidad, como si con estas palabras alejara a la bicha. Por su lado, la izquierda radical habla de repartir sillones, no vaya a ser que se les pase la oportunidad. Dos actitudes, la del PP y la de Podemos, que lo único que pretenden es arrimar el ascua a su sardina, dos cantos de sirena que de ser escuchados podrían resultar letales para el partido que representa a la socialdemocracia en España. Sus votantes, y también sus dirigentes, lo saben muy bien.
De la derecha neoliberal, a la que siempre he combatido desde las urnas, no me sorprende que ahora quiera el apoyo del PSOE, su denostado rival. Forma parte de su estilo, gobernar con quien sea menester, como hicieron en su momento con los, también despreciados por ellos, nacionalistas catalanes De la izquierda radical sólo puedo decir aquello de que cuánto daño le han hecho a los principios del progreso social, aunque crean que son la salvación de los desposeídos. Me temo que tarde o temprano volverán los conservadores al gobierno, y entonces los progresistas señalaremos a los populistas como culpables de haber dividido a la izquierda entonando la utopía inalcanzable.
Yo contemplo el panorama con la misma expectación que los demás, pero confieso que soy uno de los que tiene el corazón “partio”, tiri-ti-tando de frío.