Yo podría llegar a entender haciendo un gran esfuerzo y tapándome la nariz que unas jovencitas, enardecidas por el griterío de una manifestación multitudinaria, se refieran al aborto de la madre de un político con la frivolidad propia de la inmadurez. Pero lo que no me entra en la mollera, y doy fe de que la tengo tolerante, es que una representante del gobierno repita la impertinencia en las redes sociales, como si acabara de descubrir un arma secreta para combatir al adversario o como si creyera que con la bocina de la ordinariez fuera a conseguir votos.
De la misma manera que podría
llegar a admitir que los que perdieron las últimas elecciones, llevados por el
arrebato inicial de la decepción, por la rabia de la derrota, tildaran en su momento de “okupa” de la
Moncloa al presidente del gobierno. Pero que altos representantes conservadores
repitan una y otra vez en sede parlamentaria la misma cantinela, resulta tan
infantil, tan burdo y tan vulgar que hiere la sensibilidad de las gentes de bien. Como el calificativo de autócrata, repetido una y otra vez, me recuerda a los niños cuando gritan con voz chillona en los recreos aquello de y tú más.
Pero la cosa no queda ahí, porque alusiones a felaciones y a figuras semejantes del rico repertorio de nuestro vocabulario erótico, dirigidas con desfachatez a parlamentarias del signo contrario, han volado entre nosotros como si en vez de en el Congreso de los Diputados estuvieran en el barrio chino de una ciudad portuaria. En este último caso, no sólo hay vulgaridad, sino además machismo, ese monstruo de mil apariencias que siempre se cuela de rondón en las mentes de los pobres de espíritu.
No sé por qué cuento todo esto cuando doy por hecho que la degradación de los usos y costumbres entre nuestros políticos ha llegado a un punto quizá de no retorno. Pero es que cuando leo retazos del diario de sesiones de otros tiempos y contrasto las inteligentes sutilezas de Cánovas, de Sagasta, de Azaña, de Maura o de Gil Robles con lo que se oye ahora, me hago cruces ante el deterioro. Porque lo preocupante no es que los políticos den mal ejemplo, sino que su ordinariez sea el vivo reflejo de la sociedad que los ha formado.
En cualquier caso, no viene de más reflexionar de vez en vez sobre estos aspectos del comportamiento humano, porque la vulgaridad se está extendiendo por todas partes como una auténtica plaga, de la que pocos se libran. Estoy coleccionando mensajes malintencionados y soeces -además de falsos- de WhatsApp, ya que quizá algún día me decida a hacer un estudio minucioso sobre ellos. Pero como además sucede que los autores de los envíos no ocultan su identidad, sino que por el contrario presumen de ella, es posible que este análisis me ayude a sacar conclusiones sobre la sociedad que ha engendrado este tipo de políticos y sobre la influencia de los últimos sobre el conjunto de los ciudadanos, un círculo vicioso de alto riesgo.
No, no es lo mismo firmeza que vulgaridad.