He confesado en alguna ocasión en este blog que me considero un agnóstico. No niego la existencia de Dios, porque al fin y al cabo se trataría de una creencia como otra cualquiera, pero tampoco creo que exista un ser todopoderoso ni un más allá. Unamuno lo decía con otras palabras: no es lo mismo creer que Dios no existe que no creer que Dios exista. No se trata de un juego de palabras, como alguno pudiera sospechar, sino del convencimiento de que si creer es aceptar lo que no se puede demostrar, yo no soy creyente. Mi mente sólo acepta como cierto lo científicamente demostrado.
Eso no significa en absoluto que no sienta interés por las religiones como conjunto de creencias compartidas por grupos, extensos o reducidos, de seres humanos. Me interesan, por supuesto, porque en la mayoría de ellas se dan parámetros parecidos, con ligeras variaciones más de forma que de fondo. Todas aceptan la existencia de poderes sobrenaturales, creencias que al influir en el comportamiento de los creyentes supeditan su visión del mundo.
Ahora bien, como he nacido, he crecido y he sido educado bajo la influencia de la religión católica, o por extensión de la cristiana, parece lógico que al conocerla mejor que a otras me interese más por ella. Pero también me importan, por razones de proximidad y relación, la judía y la musulmana, las otras dos grandes religiones monoteístas.
Cuando digo que tengo interés por las religiones me refiero a que me interesan desde un punto de vista antropológico, en el aspecto social de esta expresión. Y cuando me refiero en este caso a la antropología, estoy pensando en mi preocupación por los comportamientos humanos en función de las creencias, tanto los pasados o históricos, como los actuales que afectan a las sociedades de nuestro tiempo.
De esta preocupación he ido extrayendo a lo largo de los años una serie de conclusiones. La primera es que la inmensa mayoría de las personas profesan una determinada creencia por el mero hecho de haber nacido en un lugar concreto. Si observamos un mapamundi en el que se refleje la difusión de cada una de ellas, concluiremos que la Historia ha determinado a través de los siglos sus respectivas influencias y por tanto la fe de las personas que habitan cada lugar. De ese proceso histórico viene que yo esté bautizado y figure en el padrón de los católicos, simplemente porque nací en la católica España. Si hubiera venido al mundo en Irán sería musulmán chiita, ortodoxo si fuera griego, suní o copto si egipcio o quizá mormón si procediera de Utah en los Estados Unidos. Quiero decir que estaría inscrito en sus registros, no que profesara su fe.
La segunda conclusión es que las religiones se han disputado desde siempre su hegemonía o supervivencia con las armas en la mano. La Historia ha sido y sigue siendo el relato de una inacabable y sangrienta guerra de religiones, de una lucha a muerte entre creencias en nombre de sus respectivos dioses. El integrismo, que se da o se ha dado en todas ellas sin excepción, trasvasa las verdades privadas al ámbito de lo público; y las religiones, cuando se ven amenazadas apelan a la libertad de conciencia y cuando llegan al poder abandonan la tolerancia.
La tercera conclusión y última por hoy, aunque me queden muchas otras en el tintero, se refiere a la distinción que hago entre el aparato oficial de cada una de las religiones -el establishment como ahora gusta decir a los entendidos- y el conjunto de creyentes que profesa una determinada fe religiosa. Por los primeros no siento ninguna consideración intelectual, porque los contemplo sólo como organizaciones humanas que han perseguido desde siempre y siguen persiguiendo ahora intereses materiales, amparados en una supuesta espiritualidad. A los segundos los considero personas de “buena fe”, nunca mejor dicha la expresión, que aceptan lo que les han dictado los primeros a lo largo de los siglos, por lo que merecen mi respeto, con independencia de que no pueda entender su proceder.
Eso no significa en absoluto que no sienta interés por las religiones como conjunto de creencias compartidas por grupos, extensos o reducidos, de seres humanos. Me interesan, por supuesto, porque en la mayoría de ellas se dan parámetros parecidos, con ligeras variaciones más de forma que de fondo. Todas aceptan la existencia de poderes sobrenaturales, creencias que al influir en el comportamiento de los creyentes supeditan su visión del mundo.
Ahora bien, como he nacido, he crecido y he sido educado bajo la influencia de la religión católica, o por extensión de la cristiana, parece lógico que al conocerla mejor que a otras me interese más por ella. Pero también me importan, por razones de proximidad y relación, la judía y la musulmana, las otras dos grandes religiones monoteístas.
Cuando digo que tengo interés por las religiones me refiero a que me interesan desde un punto de vista antropológico, en el aspecto social de esta expresión. Y cuando me refiero en este caso a la antropología, estoy pensando en mi preocupación por los comportamientos humanos en función de las creencias, tanto los pasados o históricos, como los actuales que afectan a las sociedades de nuestro tiempo.
De esta preocupación he ido extrayendo a lo largo de los años una serie de conclusiones. La primera es que la inmensa mayoría de las personas profesan una determinada creencia por el mero hecho de haber nacido en un lugar concreto. Si observamos un mapamundi en el que se refleje la difusión de cada una de ellas, concluiremos que la Historia ha determinado a través de los siglos sus respectivas influencias y por tanto la fe de las personas que habitan cada lugar. De ese proceso histórico viene que yo esté bautizado y figure en el padrón de los católicos, simplemente porque nací en la católica España. Si hubiera venido al mundo en Irán sería musulmán chiita, ortodoxo si fuera griego, suní o copto si egipcio o quizá mormón si procediera de Utah en los Estados Unidos. Quiero decir que estaría inscrito en sus registros, no que profesara su fe.
La segunda conclusión es que las religiones se han disputado desde siempre su hegemonía o supervivencia con las armas en la mano. La Historia ha sido y sigue siendo el relato de una inacabable y sangrienta guerra de religiones, de una lucha a muerte entre creencias en nombre de sus respectivos dioses. El integrismo, que se da o se ha dado en todas ellas sin excepción, trasvasa las verdades privadas al ámbito de lo público; y las religiones, cuando se ven amenazadas apelan a la libertad de conciencia y cuando llegan al poder abandonan la tolerancia.
La tercera conclusión y última por hoy, aunque me queden muchas otras en el tintero, se refiere a la distinción que hago entre el aparato oficial de cada una de las religiones -el establishment como ahora gusta decir a los entendidos- y el conjunto de creyentes que profesa una determinada fe religiosa. Por los primeros no siento ninguna consideración intelectual, porque los contemplo sólo como organizaciones humanas que han perseguido desde siempre y siguen persiguiendo ahora intereses materiales, amparados en una supuesta espiritualidad. A los segundos los considero personas de “buena fe”, nunca mejor dicha la expresión, que aceptan lo que les han dictado los primeros a lo largo de los siglos, por lo que merecen mi respeto, con independencia de que no pueda entender su proceder.
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