Ahora que acabo de volver de pasar unos días en el campo, me ha venido a la cabeza una vieja reflexión que me he hecho muchas veces a lo largo de la vida, la de la satisfacción que me produce vivir en una gran ciudad. Desde hace sesenta años resido en Madrid, por lo que a nadie puede sorprender que después de tanto tiempo me considere un urbanita, porque en la urbe me siento muy a gusto y disfruto todo lo que puedo de las ventajas que me concede.
Es cierto que la mayoría de las personas no vivimos donde queremos sino donde el destino nos ha llevado, axioma que en mi caso se cumple en toda su extensión. A Madrid me trajo por primera vez el azar, arrastrado por uno de los destinos profesionales de mi padre. Y en esta ciudad estudié el bachillerato, después la carrera, tuve novia, me casé, han nacido mis hijos y mis nietos, trabajé durante muchos años y aquí es donde posiblemente acabarán mi días.
Quizá este entusiasmo por la ciudad no sea más que un intento de hacer de la necesidad virtud. Puede ser que sea eso, no lo sé con seguridad, pero lo cierto es que me muevo en ella como pez en el agua. A lo largo de los años he aprendido a disfrutarla, a sacar el máximo provecho a sus ventajas y a soportar con benevolencia sus inconvenientes, hasta el extremo de que, cuando con cierta frecuencia paso fuera algunas temporadas, estoy deseando volver al que considero mi hábitat natural, porque empiezo a sentir, no ya nostalgia, sino la falta de sus prestaciones, en el extenso sentido que para mí tiene esta palabra.
En la ciudad encuentro absolutamente todo lo que necesito, desde entretenimientos hasta cultura. Aquí es donde hago “callejerismo”, porque me gusta patear las calles de la ciudad, contemplar el paisaje de su trazado, analizar los edificios como haría Linneo con las plantas de un monte, sentarme en una terraza a tomar algo mientras observo tranquilamente el ir y venir de mis apresurados conciudadanos, o simplemente dejar que transcurra el tiempo encerrado en la introspección que me causa sentirme anónimo entre tanta gente.
Observo con frecuencia y con cierto pesar que mis gustos en este aspecto no coinciden con los de muchos de los que me rodean, a quienes la ciudad les abruma. Digo con pesar, porque verse obligados a vivir en un lugar que sólo les causa sinsabores debe de ser penoso. Comprendo, sin embargo, que los que nunca han residido en ella no sientan ninguna atracción por hacerlo. En este caso, la falta de adaptación al entorno, con los consiguientes desajustes emocionales, anularía cualquiera de las ventajas que aporta la ciudad.
Está muy de moda hablar de calidad de vida, una expresión difícil de definir. Es un tópico recurrente que trata de indicar que en determinados lugares se vive mejor que en otros, como si lo intangible pudiera valorarse. Se pretende con ello establecer una escala de valores medibles y comparables, sin tener en cuenta la interrelación entre ellos; y se usa mucho precisamente para comparar las ventajas o inconvenientes de vivir en unos lugares u otros, por lo general a favor del lugar donde reside el que hace la valoración.
Yo no hablaré por tanto de calidad de vida, porque sólo puedo referirme a mi impresión personal y por tanto subjetiva. Lo que digo simplemente es que disfruto de la ciudad y que he aprendido a vivir en ella. Me otorga cuanto necesito y me costaría mucho acomodarme en otro lugar, más allá de pequeñas escapadas, alejado de su bullicio y ajetreo. Por eso, ahora que he regresado a Madrid después de pasar unos días en el campo, empiezo a recobrar el tono vital que he estado a punto de perder entre tanto silencio, tranquilidad y abundancia de aire limpio.
Es cierto que la mayoría de las personas no vivimos donde queremos sino donde el destino nos ha llevado, axioma que en mi caso se cumple en toda su extensión. A Madrid me trajo por primera vez el azar, arrastrado por uno de los destinos profesionales de mi padre. Y en esta ciudad estudié el bachillerato, después la carrera, tuve novia, me casé, han nacido mis hijos y mis nietos, trabajé durante muchos años y aquí es donde posiblemente acabarán mi días.
Quizá este entusiasmo por la ciudad no sea más que un intento de hacer de la necesidad virtud. Puede ser que sea eso, no lo sé con seguridad, pero lo cierto es que me muevo en ella como pez en el agua. A lo largo de los años he aprendido a disfrutarla, a sacar el máximo provecho a sus ventajas y a soportar con benevolencia sus inconvenientes, hasta el extremo de que, cuando con cierta frecuencia paso fuera algunas temporadas, estoy deseando volver al que considero mi hábitat natural, porque empiezo a sentir, no ya nostalgia, sino la falta de sus prestaciones, en el extenso sentido que para mí tiene esta palabra.
En la ciudad encuentro absolutamente todo lo que necesito, desde entretenimientos hasta cultura. Aquí es donde hago “callejerismo”, porque me gusta patear las calles de la ciudad, contemplar el paisaje de su trazado, analizar los edificios como haría Linneo con las plantas de un monte, sentarme en una terraza a tomar algo mientras observo tranquilamente el ir y venir de mis apresurados conciudadanos, o simplemente dejar que transcurra el tiempo encerrado en la introspección que me causa sentirme anónimo entre tanta gente.
Observo con frecuencia y con cierto pesar que mis gustos en este aspecto no coinciden con los de muchos de los que me rodean, a quienes la ciudad les abruma. Digo con pesar, porque verse obligados a vivir en un lugar que sólo les causa sinsabores debe de ser penoso. Comprendo, sin embargo, que los que nunca han residido en ella no sientan ninguna atracción por hacerlo. En este caso, la falta de adaptación al entorno, con los consiguientes desajustes emocionales, anularía cualquiera de las ventajas que aporta la ciudad.
Está muy de moda hablar de calidad de vida, una expresión difícil de definir. Es un tópico recurrente que trata de indicar que en determinados lugares se vive mejor que en otros, como si lo intangible pudiera valorarse. Se pretende con ello establecer una escala de valores medibles y comparables, sin tener en cuenta la interrelación entre ellos; y se usa mucho precisamente para comparar las ventajas o inconvenientes de vivir en unos lugares u otros, por lo general a favor del lugar donde reside el que hace la valoración.
Yo no hablaré por tanto de calidad de vida, porque sólo puedo referirme a mi impresión personal y por tanto subjetiva. Lo que digo simplemente es que disfruto de la ciudad y que he aprendido a vivir en ella. Me otorga cuanto necesito y me costaría mucho acomodarme en otro lugar, más allá de pequeñas escapadas, alejado de su bullicio y ajetreo. Por eso, ahora que he regresado a Madrid después de pasar unos días en el campo, empiezo a recobrar el tono vital que he estado a punto de perder entre tanto silencio, tranquilidad y abundancia de aire limpio.
Luis, ¿cuándo dices "la ciudad" te refieres a la tuya en exclusiva o a cualquier otra equivalente?
ResponderEliminar¿Crees que te sentirías igual de bien en Barcelona, Sevilla o París?
Angel
La que conozco bien es Madrid. Por tanto me estoy refiriendo a ella. Ahora bien, lo que me gusta es el concepto de gran ciudad en general, donde puedas disfri¡utar de distintos entornos, de sus ofertas culturales y de sus distracciones, donde nadie te conozca y cada día el paseo sea distinto del anterior. De las ciudades que mencionas, te diré que he vivido en Barcelona antes que en Madird y no creo que tardara mucho en habituarme a residir en ella de nuevo De hecho viajo allí como simple turista al menos una vez al año. Tardaría en acostumbrarme a París, pero supongo que muy pronto estaría muy a gusto. Respeto a Sevilla, que me encanta por muchas razones que nada tienen que ver con lo que digo en este escrito, resulta pequeña para mi concepto de gran ciudad. Si me hubieras preguntado por Nueva York, habrías dado en el clavo a la primera.
ResponderEliminarHe querido decir disfrutar, no disfri¡utar.
EliminarLuis, si no puedes modificar un comentario que tú mismo has escrito quizás deberías cambiar de editor. De todas maneras a mí me parece mucho más "enjoyable" tu "disfri¡utar" con esa admiración y esa i adicional que el simple "disfrutar".
EliminarY si lo que quieres es "gran ciudad en general, donde puedas disfrutar de distintos entornos, de sus ofertas culturales y de sus distracciones, donde nadie te conozca y cada día el paseo sea distinto del anterior" te recomendaría Calcuta. Quizás tu admirada Doña Esperanza te pudiese recomendar también Bombay pero como tuvo que salir en calcetines y sin peinarse no sé qué pensará.
Angel
Yo creo que uno se adapta a vivir donde vive, es decir, donde el destino le ha marcado vivir. Somos animales de costumbres y cuando nos sacan de nuestra madriguera nos sentimos confusos y alienados. Yo me habitué a vivir en el campo, cuando voy a la ciudad, aunque solo sea Cádiz, me encuentro molesto por la intensidad del tráfico, sin embargo me gusta pasear por su paseo marítimo, y disfrutar de un café con churros sentado en una de las terrazas del Mercado Central; pero en cuanto acaban las gestiones y vuelvo al hogar me repito: hogar, dulce hogar: aparcamiento todo el que quiero, aire y silencio a raudales...
EliminarMi destino final será el campo, estoy convencido de ello: disfrutar de un huerto, de unos árboles, de las distancias y los caminos despejados...