No se me escapa que el asunto de la inmigración ilegal es complejo, socialmente controvertido, plagado de matices y por tanto difícil de tratar en unas pocas líneas. Se ha escrito mucho sobre este problema, se han vertido ríos de tinta, pero como soy bastante osado en esto de exponer a la intemperie mi pensamiento, voy a atreverme a añadir una opinión a tantas otras que leo, oigo y contemplo todos los días en los medios de comunicación, por supuesto subjetiva, sin más pretensión que poner de manifiesto lo que pienso sobre un tema muy delicado, que no quiero rehuir.
Negar la necesidad de controlar las fronteras sería algo así como negar que hay que cerrar la puerta de nuestra casa para que no entre todo el que quiera. Por tanto, entiendo perfectamente, y nada tengo que objetar, que los estados europeos establezcan medidas de control que traten de evitar la inmigración ilegal. Otra cosa es que tales medidas incluyan métodos que pongan en peligro la vida de las personas o contravengan las leyes.
Disparar pelotas de goma contra aquellos que intentaban hace unos meses alcanzar a nado las playas de Ceuta, con el consiguiente balance de víctimas mortales, es desde mi punto de vista una barbaridad impropia de un país civilizado. Por supuesto que no pretendían acabar con sus vidas, pero se cometió un homicidio por imprudencia. Aunque, todo hay que decirlo, los responsables no fueron los Guardias Civiles que dispararon cumpliendo órdenes, ni siquiera los oficiales que los mandaban, sino a mi juicio la cadena de mando política, que parte de la Delegación del Gobierno y llega hasta el Ministerio del Interior, donde se dictan esos mandatos. Se trata de una responsabilidad política.
Por otro lado, devolver a los inmigrantes “en caliente” está prohibido por las leyes europeas, que obligan a que se identifique a los que hayan logrado entrar, se les atienda y se inicien los correspondientes procesos de devolución a sus países de origen, teniendo en cuenta las circunstancias que concurran en cada caso. Será difícil, quizá costoso y puede que hasta imposible, pero estamos hablando de vidas humanas. Por eso Europa se ha dotado de unas leyes propias de culturas civilizadas, entre las que doy por hecho que está incluida la española a todos los efectos.
No cabemos todos, les oigo decir a algunos, como si unos pocos miles de desesperados que logran cruzar las verjas o desembarcar en las playas fueran a desequilibrar demográficamente a un país de cuarenta y seis millones de habitantes. Que se queden en sus casas y no vengan a incordiar, proclaman otros, sin reparar en qué lugares pretenden que continúen malviviendo los que intentan llegar hasta aquí. Hasta al ultraderechista Le Pen padre le ha costado el puesto electoral pronunciar expresiones de esta índole, que chirrían incluso en los oídos de los neofascistas de su partido.
Observo que estos puntos de vista suelen darse en los mismos que desprecian a los inmigrantes en general, legales o ilegales, en aquellos que desconfían de “las otras razas”, en definitiva en personas que no aceptan las diferencias. Lo diré más claro: en individuos de mentalidad ultraconservadora. Lo que no significa en absoluto que todos los conservadores estén en esta categoría. Conozco a muchos con un alto grado de sensibilidad social, que abominan de expresiones como éstas; como también existen supuestos progresistas que se dejan la progresía en la puerta de los verdaderos problemas sociales, porque para ellos lo social se acaba en las fronteras de su país, se circunscribe a su propio mundo. Por tanto, ni están todos los que son ni son todos los que están.
Confieso que me conmueve contemplar esas escenas en las que voluntarios de la Cruz Roja o de otras organizaciones humanitarias ayudan a los emigrantes, cuando llegan exhaustos a nuestras playas, tras haberse jugado la vida en alguna travesía infernal. Me emociona comprobar su dedicación, su entrega, a veces hasta con mimo exquisito, porque han aprendido a lo largo de su abnegada dedicación que están tratando con seres humanos, con personas que abrigan la ilusión de alcanzar las cotas de bienestar que se les niega en sus países de origen.
Y también confieso que me ilusiona imaginar que estos inmigrantes puedan llegar a incorporarse algún día a nuestra cultura y a convertirse con el tiempo en ciudadanos europeos de pleno derecho. Así nacieron y crecieron la mayoría de las naciones a lo largo de los siglos, por movimientos migratorios obligados por el hambre y la desesperación. Aunque siempre hubo quien se opuso a ello, como ahora ocurre y como seguirá sucediendo en el futuro. La historia de la humanidad se repite incansablemente, hasta la saciedad.
Negar la necesidad de controlar las fronteras sería algo así como negar que hay que cerrar la puerta de nuestra casa para que no entre todo el que quiera. Por tanto, entiendo perfectamente, y nada tengo que objetar, que los estados europeos establezcan medidas de control que traten de evitar la inmigración ilegal. Otra cosa es que tales medidas incluyan métodos que pongan en peligro la vida de las personas o contravengan las leyes.
Disparar pelotas de goma contra aquellos que intentaban hace unos meses alcanzar a nado las playas de Ceuta, con el consiguiente balance de víctimas mortales, es desde mi punto de vista una barbaridad impropia de un país civilizado. Por supuesto que no pretendían acabar con sus vidas, pero se cometió un homicidio por imprudencia. Aunque, todo hay que decirlo, los responsables no fueron los Guardias Civiles que dispararon cumpliendo órdenes, ni siquiera los oficiales que los mandaban, sino a mi juicio la cadena de mando política, que parte de la Delegación del Gobierno y llega hasta el Ministerio del Interior, donde se dictan esos mandatos. Se trata de una responsabilidad política.
Por otro lado, devolver a los inmigrantes “en caliente” está prohibido por las leyes europeas, que obligan a que se identifique a los que hayan logrado entrar, se les atienda y se inicien los correspondientes procesos de devolución a sus países de origen, teniendo en cuenta las circunstancias que concurran en cada caso. Será difícil, quizá costoso y puede que hasta imposible, pero estamos hablando de vidas humanas. Por eso Europa se ha dotado de unas leyes propias de culturas civilizadas, entre las que doy por hecho que está incluida la española a todos los efectos.
No cabemos todos, les oigo decir a algunos, como si unos pocos miles de desesperados que logran cruzar las verjas o desembarcar en las playas fueran a desequilibrar demográficamente a un país de cuarenta y seis millones de habitantes. Que se queden en sus casas y no vengan a incordiar, proclaman otros, sin reparar en qué lugares pretenden que continúen malviviendo los que intentan llegar hasta aquí. Hasta al ultraderechista Le Pen padre le ha costado el puesto electoral pronunciar expresiones de esta índole, que chirrían incluso en los oídos de los neofascistas de su partido.
Observo que estos puntos de vista suelen darse en los mismos que desprecian a los inmigrantes en general, legales o ilegales, en aquellos que desconfían de “las otras razas”, en definitiva en personas que no aceptan las diferencias. Lo diré más claro: en individuos de mentalidad ultraconservadora. Lo que no significa en absoluto que todos los conservadores estén en esta categoría. Conozco a muchos con un alto grado de sensibilidad social, que abominan de expresiones como éstas; como también existen supuestos progresistas que se dejan la progresía en la puerta de los verdaderos problemas sociales, porque para ellos lo social se acaba en las fronteras de su país, se circunscribe a su propio mundo. Por tanto, ni están todos los que son ni son todos los que están.
Confieso que me conmueve contemplar esas escenas en las que voluntarios de la Cruz Roja o de otras organizaciones humanitarias ayudan a los emigrantes, cuando llegan exhaustos a nuestras playas, tras haberse jugado la vida en alguna travesía infernal. Me emociona comprobar su dedicación, su entrega, a veces hasta con mimo exquisito, porque han aprendido a lo largo de su abnegada dedicación que están tratando con seres humanos, con personas que abrigan la ilusión de alcanzar las cotas de bienestar que se les niega en sus países de origen.
Y también confieso que me ilusiona imaginar que estos inmigrantes puedan llegar a incorporarse algún día a nuestra cultura y a convertirse con el tiempo en ciudadanos europeos de pleno derecho. Así nacieron y crecieron la mayoría de las naciones a lo largo de los siglos, por movimientos migratorios obligados por el hambre y la desesperación. Aunque siempre hubo quien se opuso a ello, como ahora ocurre y como seguirá sucediendo en el futuro. La historia de la humanidad se repite incansablemente, hasta la saciedad.
Luis, no estoy de acuerdo en la falta total de responsabilidad de guardias y oficiales en el suceso de la playa. Los primeros podrían haber disparado a no dar. Los segundos podrían haberse negado a cumplir la orden. ¿Que les podrían haber sancionado? Pues claro.
ResponderEliminarAunque estoy de acuerdo que la mayor responsabilidad fue de lo escalones superiores del mando, fueran políticos o policiales.
Angel
La responsabilidad de los guardias está en los tribunales de justicia. Veremos en qué queda. Pero, si dispararon a dar, tendrías razón.
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