21 de abril de 2015

Arreglar el mundo

Leí hace algún tiempo la siguiente sentencia: “yo antes pretendía arreglar el mundo, ahora me conformo con mantener limpio mi entorno”. Lamento no recordar de quién era la cita, o a quién se la achacaban, porque sabido es que la mayoría de las autorías de frases ingeniosas son inventadas. Pero en cualquier caso le agradezco a quien fuera que la pronunciara, porque me da pie al comentario que viene a continuación.

No existen verdades absolutas, sólo verdades individuales, las de cada uno. Ni siquiera esto que acabo de decir es verdad: es mi verdad. Lo que no quiere decir que sea mentira, si acaso sería mi mentira. ¿Juego de palabras? Trataré de explicarme, si es que puedo salir del entuerto, porque a veces me meto en unos jardines...

Los científicos llaman genotipo al conjunto de caracteres que se heredan a través del mensaje genético y fenotipo al conjunto de condiciones adquiridas a lo largo de la vida, desde la más tierna infancia hasta que llega la muerte. Sin negar la importancia de lo primero, aquí me voy a referirme a lo segundo, a lo adoptado a partir del nacimiento.

Ortega dijo aquello, que tanto se ha utilizado y con propósitos tan distintos, de "yo soy yo y mi circunstancia". Me atrevería a apostillar al filósofo español añadiendo que sin mi circunstancia, sin mi fenotipo, no sería yo, ni siquiera existiría. Una persona no es un cuerpo -ni un alma como sostienen los creyentes-, es un cúmulo de coyunturas, de experiencias, de amores y desamores, de dichas y adversidades, que han ido rellenando el cuerpo, -o el alma si se prefiere-, de vida, de personalidad, de contenido; y entre esas aportaciones figura en un puesto muy destacado eso que llamamos escalas de valores.

Podría decirse, simplificando en exceso, que una escala de valores equivale a una moral individual, no a la impuesta desde fuera, laica o religiosa, sino a la que cada individuo ha ido interiorizando como norma de conducta, en función de su trayectoria vital, es decir, de su circunstancia. Esa escala de valores es también la vara que utiliza cada uno para determinar las verdades, lo que nos lleva al corolario de que éstas dependen de quien las asume, dependen de su escala de valores, personal y difícilmente transferible. Son las verdades de cada uno.

Si las cosas son así (ya sabemos a estas alturas que lo que digo aquí es sólo mi verdad), ¿por qué nos pasamos el día sentenciando verdades? Pues porque al darlas por buenas las pregonamos. No tenemos empacho en difundirlas como verdades absolutas, ya que nuestra escala de valores las sitúa en tal estado de certeza, que nos lleva a creer que podemos ayudar con su divulgación a resolver los grandes conflictos de la humanidad. Nos conduce, en definitiva, a querer arreglar el mundo.

Me gustaría dejar claro que aquí no me estoy refiriendo a los predicadores profesionales, porque sospecho que éstos ni siquiera dan por cierto lo que sermonean en sus pláticas. Me refiero a los bienintencionados, al común de los mortales, a aquellos que sin perseguir objetivos espurios sostienen su verdad como absoluta, a los que quieren arreglar el mundo, sean estos columnistas de medios de comunicación, tertulianos, blogueros o ciudadanos de a pie.

¿No sería mejor que cada uno de nosotros se conformara con mantener limpio su entorno, como decía la sentencia que encabeza este artículo? Así quizá sucediera que con la suma de muchas limpiezas parciales se llegara a conseguir arreglar un poco el mundo, y no predicando a troche y moche nuestras verdades personales con la idea de convencer a los demás.

Para que nadie me diga ahora eso de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, me adelanto a contestarle que desde luego no seré yo quien la arroje.

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