14 de mayo de 2015

El tercer hombre



Foto del autor
En la vida de las personas hay sucesos que la memoria, esa cualidad del hombre tan engañosa, al cabo de los años acaba convirtiendo en mitos. Se trata de un fenómeno que suele darse a edades tempranas, cuando la mente todavía no se ha endurecido y absorbe las sensaciones que recibe como el papel secante a la tinta. Son recuerdos agigantados y en ocasiones deformados por el paso del tiempo, que terminan cobrando vida propia y convirtiéndose en hitos referenciales de quien los guarda. En mi caso uno de ellos ha sido y sigue siendo la película El tercer hombre, que debí de ver por primera vez cuando tenía catorce años de edad.

Cuento esto porque acabo de pasar unos días en Viena con mi mujer y no he podido resistir la tentación de montar en la famosa noria gigante del Prater -uno de los escenarios de la oscarizada película que dirigió Carol Reed en 1949 y que interpretaron con maestría Orson Welles, Joseph Cotten y la enigmática Alida Valli-, auténtica proeza por mi parte si se tiene en cuenta que padezco de vértigo, que sufro una insoportable fobia a las alturas, limitación que en este caso he sido capaz de superar, sólo por darme la satisfacción de rememorar la famosa escena de El tercer hombre, en la que los dos protagonistas masculinos mantienen el largo diálogo que empieza a desentrañar los enigmas del argumento, mientras la gigantesca rueda de hierro gira lentamente, con la ciudad de Viena como telón de fondo.

Decía antes que la memoria es engañosa, pero en este caso no me había traicionado. Cuando entré en uno de los pequeños vagones de ferrocarril, que funcionan como plataformas giratorias suspendidas en las estructuras metálicas de la gigantesca rueda de sesenta y cuatro metros de diámetro, tuve por un instante la sensación de encontrarme dentro de la película, como si Welles y Cotten fueran a aparecer en cualquier momento. Los busqué con disimulo entre la docena de viajeros que nos acompañaban y hasta creí reconocer sus rostros en un par de encorbatados compañeros de cabina, que con voz pausada comentaban circunspectos en alemán algo para mí ininteligible. Hasta que una joven pareja, a la que no había prestado atención hasta el momento, me señaló de repente su camara y me pidió que les sacara una fotografía, gesto que me devolvió a la realidad. La imaginación no conoce límites, es incontenible.

Foto del autor
Para mi fortuna, en el centro del cubículo había un tosco banco, seguramente colocado allí para mitigar en la medida de lo posible las angustias de los vertiginosos como yo; y ni que decir tiene que nada más entrar me había sentado en él, con ánimo de no moverme de aquel lugar, algo alejado de las ventanillas, durante los quince o veinte minutos que durara el viaje. Pero a medida que la noria fue girando, y por consiguiente nosotros ganando altura, me puse de pie, venciendo mis irracionales temores, y empecé a tomar fotografías de la Viena que iba apareciendo ante nuestras sorprendidas miradas, una ciudad extensa, tachonada de palacios y monumentos y cruzada por el caudaloso Danubio, que desde nuestra perspectiva semejaba un reguero insignificante, en medio de una colosal maqueta urbana.

Debo confesar que lo que me había propuesto hoy al abrir esta página en blanco del blog era escribir algunas impresiones sobre la capital de Austria, una ciudad que puede dar mucho juego a un escritor de impresiones tomadas al vuelo. Pero el recuerdo de El tercer hombre se ha interpuesto en mi camino y me ha obligado a escribir este improvisado artículo. Quizá otro día hable de algunos aspectos de Viena, aunque para mí lo más importante haya quedado dicho en estas líneas. Sólo restaría recomendar a quien todavía no haya visto la película, que la busque en las filmotecas y que no deje de saborearla en todo su esplendor. Seguro que me lo agradecerá y es posible que hasta empiece a preparar una visita a la Wiener Riesenrad.

3 comentarios:

  1. Paseo despacio por entre estas arboledas, me sorprende en un parterre este título y me paro a divagar un rato sobre los misterios que la memoria empequeñece o agiganta.

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    1. Qué sería de nosotros si la memoria reflejara con exactitud la realidad de lo sucedido en cada momento de nuestras vida. Sus engaños me parecen un prodigio de la naturaleza. Engrandecen los recuerdos agradables y empequeñecen los tristes. O, al menos, así debería ser.

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    2. De alguna manera nos hacen vivir varias vidas: lo que pasó y lo que creemos que pasó o lo que nos gusta imaginar qué hubiera sucedido si en vez de decir o no decir o hacer o no hacer esto o aquello hubiera optado por...

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