Ayer tuve la oportunidad de ver en televisión una película que me encantó. Se titula en inglés “Finding Forrester” y en español “Descubriendo a Forrester”, traducción caprichosa de los distribuidores como suelen serlo casi todas. El argumento es sencillo, pero muy atractivo para mí, porque cualquier asunto que verse sobre el mundo de la escritura y la vida de los escritores siempre atraerá mi atención. En cualquier caso, se trata de un largometraje del año 2000 que recomiendo a los amantes del buen cine.
El argumento se resume en un largo diálogo entre un misterioso escritor de origen escocés, de unos sesenta y muchos años de edad, que vive aislado en un viejo piso del Bronx neoyorkino, sin apenas comunicación con el mundo exterior, y un joven estudiante de raza negra, en quien sus profesores han descubierto grandes dotes para la escritura. Otras circunstancias sazonan la trama, pero para mi propósito hoy aquí debería bastar con mencionar lo anterior.
Los diálogos que se establecen entre los dos personajes son de gran viveza, no sólo desde el punto de vista humano y generacional, también desde el literario. En un momento determinado el viejo escritor recomienda a la joven promesa que escriba con el corazón y no con la cabeza. Como éste se sorprende ante un consejo de apariencia frívola, le aclara que primero deje el corazón abierto, para que los dedos pulsen las teclas que deseen oprimir en cada momento, y más tarde utilice la cabeza para corregir y poner orden en lo escrito.
Desde que oí este consejo, que aparecía incrustado entre las decenas de sentencias que adoban el diálogo de la película, he estado analizando el sentido de la recomendación, intentando contextualizarlo en mi propia realidad como escritor. Y el resultado ha sido que debería sentirme incluido entre los que escriben de ese modo, aunque sea preciso hacer algunas consideraciones adicionales por mi parte para que se entienda bien la conclusión.
Yo paso por las dos etapas, que según el viejo escritor serían la del corazón y la de la cabeza. Empiezo a escribir a tumba abierta, sin fijar demasiados parámetros a mis objetivos, teniendo en cuenta tan sólo una leve noción de las intenciones que me han llevado a teclear; y no me detengo hasta que el cansancio me rinde o hasta que me siento perdido entre tantas palabras improvisadas. Podría decirse que hasta ahí ha sido el corazón quien ha guiado la escritura y que, como consecuencia, la cabeza poco ha tenido que ver en todo ello.
Después, en otro momento, releo lo escrito e inicio la fase de las correcciones que me dicte la cabeza, etapa en la que entro en conflictos conmigo mismo, porque donde dije digo quisiera seguir diciéndolo, aunque la razón me pida a veces que ahora diga Diego, lucha interior en la que no siempre gana el mismo contendiente. Lo esporádico, aquello que fluye del pensamiento sin atravesar demasiados tamices, suele gozar de una calidad que no posee lo meditado, que no tiene la escritura sometida al control de la razón.
Ahora que acabo de escribir los parrafos anteriores, sin más condicionante que el dictado del corazón, debería empezar a revisar lo escrito, a corregir la forma y el fondo, que sería lo sensato si siguiera el consejo de la película. Pero como mucho me temo que la cabeza me pida hacer modificaciones que no esté dispuesto a introducir, así se queda lo escrito. Al menos por esta vez.
El argumento se resume en un largo diálogo entre un misterioso escritor de origen escocés, de unos sesenta y muchos años de edad, que vive aislado en un viejo piso del Bronx neoyorkino, sin apenas comunicación con el mundo exterior, y un joven estudiante de raza negra, en quien sus profesores han descubierto grandes dotes para la escritura. Otras circunstancias sazonan la trama, pero para mi propósito hoy aquí debería bastar con mencionar lo anterior.
Los diálogos que se establecen entre los dos personajes son de gran viveza, no sólo desde el punto de vista humano y generacional, también desde el literario. En un momento determinado el viejo escritor recomienda a la joven promesa que escriba con el corazón y no con la cabeza. Como éste se sorprende ante un consejo de apariencia frívola, le aclara que primero deje el corazón abierto, para que los dedos pulsen las teclas que deseen oprimir en cada momento, y más tarde utilice la cabeza para corregir y poner orden en lo escrito.
Desde que oí este consejo, que aparecía incrustado entre las decenas de sentencias que adoban el diálogo de la película, he estado analizando el sentido de la recomendación, intentando contextualizarlo en mi propia realidad como escritor. Y el resultado ha sido que debería sentirme incluido entre los que escriben de ese modo, aunque sea preciso hacer algunas consideraciones adicionales por mi parte para que se entienda bien la conclusión.
Yo paso por las dos etapas, que según el viejo escritor serían la del corazón y la de la cabeza. Empiezo a escribir a tumba abierta, sin fijar demasiados parámetros a mis objetivos, teniendo en cuenta tan sólo una leve noción de las intenciones que me han llevado a teclear; y no me detengo hasta que el cansancio me rinde o hasta que me siento perdido entre tantas palabras improvisadas. Podría decirse que hasta ahí ha sido el corazón quien ha guiado la escritura y que, como consecuencia, la cabeza poco ha tenido que ver en todo ello.
Después, en otro momento, releo lo escrito e inicio la fase de las correcciones que me dicte la cabeza, etapa en la que entro en conflictos conmigo mismo, porque donde dije digo quisiera seguir diciéndolo, aunque la razón me pida a veces que ahora diga Diego, lucha interior en la que no siempre gana el mismo contendiente. Lo esporádico, aquello que fluye del pensamiento sin atravesar demasiados tamices, suele gozar de una calidad que no posee lo meditado, que no tiene la escritura sometida al control de la razón.
Ahora que acabo de escribir los parrafos anteriores, sin más condicionante que el dictado del corazón, debería empezar a revisar lo escrito, a corregir la forma y el fondo, que sería lo sensato si siguiera el consejo de la película. Pero como mucho me temo que la cabeza me pida hacer modificaciones que no esté dispuesto a introducir, así se queda lo escrito. Al menos por esta vez.
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