El mío ha sido distinto, lo advierto, porque confío en que nadie tome represalias. Me encontraba inmerso en una sociedad, ésa a la que llamamos occidental y en ocasiones con altivez el primer mundo, en la que habían desaparecido los prejuicios sociológicos heredados de una historia tachonada de mensajes egoístas y exclusivistas, de predicadores encerrados en sus burbujas de privilegios, de patrioteros vocingleros de mente angosta. Los inmigrantes no morían a centenares intentando alcanzar las costas de sus ilusiones y cuando llegaban eran acogidos como seres humanos y no como peligrosos delincuentes. Los ciudadanos elegían a quién amar y no estaban condicionados por mandamientos religiosos. Las mujeres eran dueñas del destino de sus cuerpos y a sus en ocasiones difíciles decisiones no se añadía el estigma de la intolerancia. Los humanos se miraban directamente a los ojos y los matices del color de su piel no eran más que variaciones de los pigmentos cutáneos que no afectaban a su dignidad como personas. Soñaba que me encontraba en un mundo al que por fin había llegado la civilización y la cultura. La razón se había impuesto sobre las supersticiones.
No oculto que en determinados momentos del sueño me asaltaban dudas, porque tanta belleza tenía que ser imposible. Pero como en aquellos momentos de inconsciencia onírica mi ángel del optimismo vencía a su contrario, al de la amargura, me sobreponía a las dudas y continuaba soñando. Es verdad que me parecía muy extraño, porque hasta soñando es imposible perder por completo el sentido de la realidad.
Dicen que los sueños son restos del pensamiento alojados en desorden en el cerebro, por lo que no hubiera debido tener ninguna duda de que lo que me imaginaba mientras dormía era cómo me gustaría que las cosas fueran y no cómo son en realidad. También afirman que son válvulas de escape de las aspiraciones utópicas, de los anhelos insatisfechos. Puede ser, no lo voy a negar, que este sueño haya sido por tanto consecuencia de alguna frustración.
Me desperté, intenté recuperar el sentido de la realidad, y
enseguida concluí que todo aquello no había sido más que un deseo. Ya por la
mañana, cuando oía en la radio las noticias mientras desayunaba, empezaron a
llegarme los mismos mensajes de intolerancia a los que estoy acostumbrado, los exabruptos de los Trump y las Meloni, los voceríos de los Orbán y los Bolsonaro, las amenazas de los Putin y los Netanyahu. Pero también los de
muchos de mis compatriotas, porque no hay que cruzar fronteras para tropezar constantemente con la intolerancia y la sinrazón.
La otra noche tuve un sueño, pero no fue más que un sueño.